Cuando supe que el escritor argentino Julio Cortázar había bautizado como «cronopios» a todos los seres desordenados y tibios de este mundo, sentí que en el gesto de ese genio habitaba la reivindicación rotunda e irrevocable de extraños seres que, más que dañar la civilización, la están salvando.
A partir de haber asumido la real existencia de los cronopios, afilé mi olfato para distinguirlos. Y siempre ha sido una fiesta descubrir alguno, pues francamente ellos no abundan; tienen una naturaleza demasiado exquisita: son como portazos, o como aldabones que de vez en cuando se agitan para despertar a los demás.
Lo simpático es que al padecer de una sencillez por cuenta de la cual olvidan sus poderes, ellos suelen pasar por la vida mostrando lo que menos gusta a su ejército de inquisidores (esos seres fríos, ordenados, siempre correctos, raramente audaces y por ende bastante aburridos). Suelen pasar los cronopios como grandes despistados, descolocados, casi siempre inspirando desconcierto, como haría un elefante en cualquier cristalería. Pero como son cristalinos, amorosos, y de una lucidez implacable, el mundo no puede prescindir de ellos.
La primera vez que descubrí un cronopio estaba yo despidiendo mi adolescencia. Y no tuve más remedio que rendirme ante su rareza. Vestía él muy extraño, como escapado del tiempo; leía vorazmente; y caminaba soltando su brillantez como si fuera polvo de oro. Supe definitivamente quién era el día que, en una reunión muy seria, habiendo olvidado que todos llamaban por un apodo a cierto muchacho (algo que solo el aludido ignoraba), el cronopio sencillamente dijo: «Como expresara el compañero…», y detrás encajó el apodo como lo más natural del mundo.
Conocí a otro cronopio que era experto en poner los dedos en los lugares más inapropiados de su teclado, con lo cual borraba en un pestañar algún trabajo suyo, muy largo, que la redacción del periódico aguardaba. Solíamos él y yo hablar de La Maga, otro personaje de Cortázar. Pero el mago era él, que rehacía el texto con los ojos cerrados mientras lanzaba al aire gritillos con los cuales parecía destilar sus tristezas.
Otros cronopios me rondan, por suerte. Hay uno que escribe divino y se empeña en hablar como el peor de todos. Si advierte que el elogio asoma se escurre como anguila. Hay una que tiene una intuición de espada, que si sueña en colores sabe que ese es un presagio redondo, que entiende cosas de la vida sin haberlas visto, pero que suda frío si tiene que cruzar una avenida. Y hay otro que cuando cae en trance de cronopio lanza con una coherencia pasmosa, y con coraje aterrador, dos o tres verdades inmensas. El resto del tiempo va dejando objetos por donde pasa; o pide hacer silencio en su casa sin darse cuenta de que el culpable es el televisor; o se baña en una piscina con la trusa mal puesta, problema que soluciona después de un gran alboroto.
Para que nadie dude del sentido común y la profundidad de un cronopio, regalo este texto titulado Vialidad, escrito por Cortázar en 1952, que solo puede degustarse con la mente libre de todo lastre:
«Un pobre cronopio va en su automóvil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca con otro auto. Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.
—¿No sabe manejar, usted? —grita el vigilante.
El cronopio lo mira un momento y luego pregunta:
—¿Usted quién es?
El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.
—¿Cómo que quién soy? ¿No ve quién soy?
—Yo veo un uniforme de vigilante —explica el cronopio muy afligido—. Usted está dentro del uniforme, pero el uniforme no me dice quién es usted.
El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el lápiz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el número de la chapa. El cronopio está muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguirán haciendo preguntas y él no podrá contestarlas, ya que no sabe quién se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse».