Ponerle nombre a un nuevo inquilino de este mundo puede constituirse en un viaje entre recodos y curvas desde el ensueño futurista de la adolescencia hasta los verdaderos dolores de cabeza en la adultez y la madurez. Se elucubra bastante a menudo cómo llamarle al hijo o la hija que se tendrá, cuando ni siquiera se está en edad de formar pareja y mucho menos enfrascarse en peligrosa procreación temprana, y así hasta se juega con cambiantes gamas de bautizos. Y luego, al llegar el tiempo y las circunstancias debidos para el embarazo, comienza otra puja de alternativas patronímicas en la que se involucran con propuestas y a veces disputas por medio, toda la familia, las amistades, los conocidos y hasta quienes no tienen velas en ese nacimiento.
En realidad consiste en un asunto que siempre debería tomarse con mucha responsabilidad puesto que se trata de la identidad que se le proporcionará para toda la vida a quien, por obvias razones biológicas, será el único que no podrá pronunciarse por sí mismo ni para sí mismo. Y puesto que no tiene otro camino, lo menos que se puede hacer es tratar de combinar el buen gusto con el sentido común, pensar más en esa personita por llegar que en uno mismo.
Múltiples resultan las referencias, motivaciones y mediaciones que concurren en el acto de inscripción formal y oficial. Si nos atenemos a las tradiciones más perdurables, no cabe duda que predomina el deseo de mantener cierto blasón familiar castizo que conduce a repetir los nombres por varias generaciones, y en segundo lugar el apego a los patrimonios religiosos, y esto último me trae a la memoria un personaje humorístico que interpretaba la inolvidable Eloísa Álvarez Guedes, con una prole tan numerosa que en el absurdo había puesto al último de los hijos Santoral al dorso (del almanaque).
A más los nombres se han inspirado en personajes de la historia, del arte y la literatura, de la telenovela de turno, la película taquillera del momento y los cantantes de moda. Y a ello se suma la influencia de países cercanos y entrañables, de los que surgieron, por ejemplo, las Yamila de la epopeya argelina, o los apropiados de los contactos con la Unión Soviética y Angola por solo mencionar algunos de los diversos casos bajo la impronta internacionalista.
Sin embargo al parecer la contemporaneidad trajo otros aires y no pocas invenciones, —que quién sabe si algún día le valgan un burocrático registro de propiedad patronímica, con derechos de autor incluidos—, por cierto de trabajosa pronunciación y escritura. Un serio problema en estos tiempos en que la buena ortografía se ha ido de paseo, cuando el funcionario que inscribe termina por error imponiendo el nombre, del que el propietario legítimo se entera cuando ya mayorcito tiene que hacer su primer trámite.
Imaginemos que por afán de originalidad trasnochada se le ponga a un hijo o hija Indio Hatuey, Zaza del Medio o Malecón Habanero y llegados a la escuela, lo convirtamos en motivo de implacable burla infantil, para el final protegerlo bajo el amoroso y usual recurso de llamarle Chicho, Pititití o Cuqui, con los que también abreviamos en extremo esos plurinombres para sellar en tablas la contienda de influencias.
Por lo menos se debería intentar que los nombres no sean innombrables.