Una vez más la naturaleza da señas de no poder sostener su pesada carga: se desborda y arrasa. Las recientes inundaciones en Australia, que han dejado parte de su territorio —el equivalente a Francia y a Alemania— bajo agua, prueban la inestabilidad climatológica y la vulnerabilidad ante este tipo de catástrofes.
Según los científicos, desde la sequía en Argentina hasta la tragedia que viven los australianos, aunque asociados a los fenómenos de El Niño y La Niña, están potenciados por los efectos del cambio climático. ¿Cuánto más deberá sufrir nuestra especie para avanzar en una posición responsable sobre este tema?
Lo peor es que por más reuniones rimbombantes que se inventen en cualquier punto del planeta, el agravamiento de la situación parece ineludible. Para probarlo está el escandaloso fracaso de las cumbres sobre cambio climático en Copenhague, o los tibios avances de su similar en Cancún.
Desde estas citas, que pretendieron consensuar un compromiso de las naciones para reducir las emisiones contaminantes, muchas han sido las víctimas de la furia natural. No solo se trata de las vidas truncas en cada catástrofe, sino de la precariedad en la que quedan los sobrevivientes y, en dependencia del país, la capacidad de las autoridades para responder a la emergencia, sin mencionar las implicaciones de las pérdidas de viviendas, de cosechas o de instalaciones productivas.
«Nos enfrentamos a una reconstrucción como tras una guerra», aseguró la primera ministra del estado australiano de Queensland, Anna Bligh.
Oficialmente, los primeros cálculos cifran las pérdidas en unos 5 000 millones de dólares, mientras que algunas previsiones apuntan a que el Producto Interno Bruto de la isla-continente podría descender un punto.
Analistas aseguran que las inundaciones australianas, con un saldo fatal de más de una treintena de muertos, varias decenas de desaparecidos y más de 200 000 damnificados, no solo pasarán una segunda cuenta a lo interno durante la recuperación, sino que los precios de los alimentos quedarán afectados. Como onda expansiva, en el mercado internacional irían al alza los productos de los que esa nación es líder exportadora, como el coque, un tipo de carbón usado para la producción de acero, o el carbón térmico, fuente para la generación de electricidad.
Ya los precios internacionales de los alimentos alcanzaron un récord en diciembre, según dio a conocer a inicios de enero la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). En ese contexto, para colocar más grises al panorama, el banco de inversiones JP Morgan, citado por la BBC, advirtió que los alimentos en Australia podrían costar hasta 30 por ciento más en los próximos meses, como resultado de las inundaciones.
Stephen Walters, un funcionario de la FAO, dijo que el 50 por ciento de los cultivos habían sido afectados. «La región de Queensland es una de las más grandes exportadoras mundiales de azúcar y de trigo, y sabemos que sus precios van a repuntar», indicó.
Aunque, como señaló a Tierramérica el climatólogo estadounidense Kevin Trenberth, desde los años 70 se registran cambios en el fenómeno El Niño-La Niña, sus manifestaciones asociadas han sido más fuertes en los últimos 30 a 40 años.
Si bien no existen pruebas concretas de la implicación del calentamiento global en ello, para Trenberth «sería sorprendente» que no estuviera relacionado.
A estas alturas, a nadie debería quedarle dudas de la fragilidad de la cuerda que sostiene nuestra raza. Aun así los poderosos se dan el lujo de dilatar el compromiso que debería ser urgente. Los australianos apenas son esos seres humanos que ahora ocupan las noticias: se les sumaron los brasileños, pero antes fueron los paquistaníes, los colombianos, los venezolanos…
Nadie se salva cuando la naturaleza se sacude. Debería ser suficiente. Pero no.