El mayor riesgo de la sociedad cubana en sus circunstancias internas, influidas por las del mundo, podría abroquelarse a mi parecer en el miedo, el pesimismo o tal vez en la resignación, sensaciones todas que un psicólogo incluiría entre los «fantasmas del alma». Algunos podrían ofenderse ante este juicio, porque, dirían, cómo vamos a temer o a ser pesimistas o a resignarnos si nosotros hemos afrontado sin temblar, ni flaquear la hostilidad, las amenazas, las acciones subversivas de sucesivos Gobiernos estadounidenses.
Nadie desde luego negaría tales evidencias. Pero la valentía, primordial y todo cuanto ella implica, y ya he mencionado, no fue alzar las armas, tirar, cargar contra los enemigos de la nación. El coraje físico queda fuera de la aparente generalización del miedo o del pesimismo o la resignación. Incluso a muchos les resultaría un privilegio histórico enfrentarse a una oleada de «marines» invasores. Les resultaría muy simple. Porque sabrían contra quiénes apuntar y disparar.
Ahora bien, intento reflexionar en términos morales. Y para proseguir este análisis habría que acudir a la psicología y aceptar la tendencia a persistir en los hábitos, a no abandonar lo conocido por lo desconocido, salvo que en un acto de liberación des el paso hacia delante. Los orígenes del miedo, el pesimismo, la resignación son múltiples.
Aceptemos que, en efecto, algún sector sienta temor ante la posibilidad de que se pierdan conquistas de una Revolución que nunca, en su breve historia, ha avanzado sin apartar obstáculos de oposición interna y externa.
Convengamos, además, que es natural que cuantos han defendido el orden socioeconómico que implantaron y han defendido con limpias intenciones, sean asaltados por el pesimismo ante el hecho de que nuestra realidad sea actualizada con modificaciones cuyo alcance o triunfo no se pueden adivinar.
Pero pongamos los sentidos en que la sociedad cubana —que aspira al socialismo, esto es a la justicia y la independencia— presenta una característica escabrosa: su complejidad. En ella se trenzan, se imbrican en a veces absurdas alianzas, lo razonable con lo irracional; lo colectivo con lo personal; el acierto con el error; la ética con la doble moral, el acatamiento con la indisciplina. Hay que admitir, aunque duela o perturbe, que la organización social de Cuba se ha recargado con el burocratismo. Y así, ciertas miradas no pueden ver lo que existe sino lo que quieren que exista. Por lo tanto, habrá que organizar tan horizontal y rectamente nuestra economía, para evitar que por encima del derecho prevalezcan los actos incorrectos; que por encima del parecer de los trabajadores, se exceda la voluntad de los administradores.
Para preservar la independencia política y la justicia social nos hace falta, pues, el mecanismo imprescindible de la renovación, el método básico de la dialéctica que convierta a Cuba en un lugar donde tan bien se esté. Y hay, pues, que comprenderlo. Y comprender que un país cuya imagen Raúl silueteó honradamente y claramente como el paso sobre el borde de un precipicio, no puede pasar indemne esa prueba si no es con medidas por momentos drásticas. Medidas drásticas que han de conservar el equilibrio entre lo urgente y lo aplazable, lo necesario y lo opcional, lo que es posible y lo que no resulta conveniente. Las dudas podrán ser comprensibles. Pero, siendo exigentes, no parecen sintonizarse con nuestra historia el miedo, el pesimismo. O la resignación, ese sentimiento en que lo dejamos todo al azar, al viento que empuja las hojas o los papeles.
No me ilusiono: parte de mis lectores me tacharán de iluso. ¿Y acaso iluso, esto es, soñador, no es preferible al calificativo de pesimista, o resignado, o tímido? Confieso, sin embargo, que a veces el miedo me desvela. Miedo a que todo lo que vale en mi patria, su obra y su historia, caiga en el orden decadente de los que Rubén Darío llamó los nuevos bárbaros de Atila. En estos días, al conocer del atentado, devenido matanza, contra una senadora norteamericana, liberal y progresista, me he preguntado si ese es el país que con tanto énfasis nos proponen desde los Estados Unidos.
Por ahora cuenta el presente y cuentan también los fantasmas internos, como la burocracia. Pero la mentalidad burocrática, dedicada a restringir con su ojo global y extraviado, solo se nulifica si los trabajadores y la democracia socialista se elevan al rango principal de las decisiones, en una estrategia consciente y racional, sin miedo, ni pesimismo y mucho menos resignada a que las cosas «han sido siempre así y así serán».