Arde en mi memoria, como postal perfecta, aquel Plymouth anchuroso y elegante que su chofer, el gran Neno, sacaba a pasear desde su garaje en el Cerro habanero hasta cualquier calle donde los ojos se iban embelesados tras aquella nave, que cada año lucía un color distinto.
En ese carro, cuyos amortiguadores me hacían sentir como princesa, viajé mucho acompañada por mis abuelos maternos y la mujer del Neno, Isabel, quien iba, como ahora veo a tantas, acompañando a su esposo, muy oronda ella, con el codo derecho apoyado en la ventanilla y su sonrisa tenue, de felicidad discreta y bien plantada.
Aquel Plymouth era un ser protagónico en el barrio. Todos queríamos saber a la altura de los años 80 del siglo XX, cómo funcionaba el milagro de que él —con su caparazón, se comentaba, cosido con metales de la Segunda Guerra Mundial— luciera como recién salido de la fábrica.
Pasó el tiempo. Neno nos privó de su presencia tempranamente. El auto pasó a manos de otro dueño. Y en mí se acrecienta la nostalgia por aquel rosa perla, inigualable, que una vez tuvo ese coche en el cual, por cierto, llevaron a mi madre cuando sintió que yo iba a nacer.
Todavía busco entre la flotilla de carros viejos que desandan las calles cubanas uno que sea tan elegante como el de mi historia. De vez en cuando encuentro alguno celosamente conservado, vestido por su dueño con un color brillante. Y entre los recuerdos y el asombro me hago una pregunta que nadie sabrá responder: ¿Cuándo se extinguirá el último de esos dinosaurios dignos de la museografía más exquisita?
A esa singular especie que todavía goza de buena salud, solemos llamarle «carro americano», o «almendrón». Bien cuidado o lleno de abolladuras e inventos, con cara de malo o de buena gente (según el diseño de su defensa delantera), este sigue siendo clave en mover la vida a lo largo de la Isla.
No deseo a ningún carrito moderno un roce con los veteranos: al instante los primeros perderían la forma como sucede con una lata de sardinas si es golpeada con furia. Los antiguos fueron hechos, como solemos comentar entre cubanos, «con ganas y sin apuros», «pensando en la eternidad».
Aquí, donde los imperativos de la vida nos volvieron los reyes de la innovación, del remendar y dejar como nuevo lo que hace ya mucho dejó de serlo, esos ejemplares del ayer parecen haber sido programados para un bregar infinito. Aquí son verdaderos monumentos a la perpetuidad esas maquinarias, que en otras latitudes fueran polvo o memoria lejana en algún emporio de chatarra.
Y de veras me alegro por ese afán de reanimar lo cansado; de ir hasta el final en la utilidad de toda cosa. Solo ese empeño insular obró el milagro de que yo conociera al Plymouth de Neno, prodigio que aún destella en mi nostalgia con su belleza y garbo sin par.