Mientras los enfermos se arrellanaban en sus camas en busca del difícil reposo, un grito sísmico salió desde la ventana para estremecer toda la sala: «Yupisisleidis, ¡subeee! Tráeme el almuerzo que estoy facha’o».
Aquel alarido todavía me resuena en los oídos, pero no lo traigo a colación para dedicarle un monte de líneas, sino para meditar sobre esa propensión a convertir ciertos lugares hipotéticamente silenciosos en sabanas urbanas en las que parece decidirse el más encendido torneo de béisbol.
Ese mismo día, tal grito en el hospital fue una simple rama del árbol de alaridos y conversaciones a todo volumen que matizaron la jornada, más allá de la hora de visita. Y sé que en otras fechas sucedió parecido y a los ojos de muchos no hubo nada anormal.
Ahora, vayamos de aquella sala —que siempre debió ser callada— a un comedor con bandejas o hasta con platos. Un cartel advierte con caligrafía rudimentaria: «Por favor, hable en voz baja». Sin embargo, aparentemente dice todo lo contrario: «Goce y retoce, mientras más alto mejor».
Y una carcajada sonora y grupal podrá ser el postre y un «decibélico»: «Machi, ¿me pagaste el mío?» o «Jabao, tírame el vaso», puede convertirse en el insuperable aperitivo.
Pasemos por la mismísima funeraria, la que en ocasiones simula una verdadera cancha, en la que únicamente falta el balón. No es que no surja el incontenible cuento; es el modo en que a veces este estalla en medio del dolor ajeno.
«Antes, cuando no había cultura, no pasaban esas cosas», diría un anciano cualquiera. Pero eso no es una vieja sentencia, sino una observación moderna que debe quemarnos el pensamiento y revisarnos conceptos instituidos desde la casa misma.
Adivino que, antes de llegar al final de estos párrafos, alguien justificará el ruido desordenado en este u otro sitio con la idiosincrasia del cubano, casi siempre presto al bochinche y a la bulla. Y acaso no le falte una cuota de razón.
Pero sucede que la alegría no debe confundirse jamás con el relajo, ni un sitio de silencios con una zona de paseos de carnaval. En estos ejemplos se desarropa una indiscutible contradicción, esbozada en ese supuesto sermón del longevo y bastante seria para no ser tomada en cuenta: a veces da la impresión de que el hermoso mar de aulas, teleclases, lecciones de educación formal y civismo no es directamente proporcional a las demostraciones diarias de la cultura de la buena convivencia.
Da la impresión, hablando en rima, que la instrucción no siempre desemboca en la educación, y eso, a la larga, puede ser un golpe para la nación.
Parece que ese mar no ha llegado todavía a las costas de muchos que, aun siendo muy «leídos y escribidos», ven el «No fumar» y hacen precisamente lo contrario; o leen «No ponga los pies en la pared» y entienden: «Ponga los dos».
Por supuesto, ni siquiera ha de existir el cartel de advertencia; la mayoría de nosotros debería de entender, sin anuncios rotulados, que la vida, aunque tiene llanuras, no siempre puede ser un potrero; también posee silencios, corduras y voces reposadas con punto final.