Hurgando con lentes propios entre esas partituras únicas que definen nuestra cubanía, he puesto la mirada sigilosa en esa suerte de criatura que a diario nos vence gentilmente, casi sin darnos cuenta, compartiendo angustias y esperanzas con uno, a despecho de los ruidos que a veces rondan pared con pared.
En nuestro cubaneo característico, que casi siempre nos insta al choteo, el vecino viene a ser la proximidad de la vida misma, con el sabor de ese cafecito humeante que vuela cercas o se traslada en tazas para que luego vuelvan llenas.
Es más bien una especie de traspaso recíproco, «tú me das y yo te doy siempre que pueda», «yo te sirvo y tú me sirves sin pensarlo dos veces», «tú me brindas y me aconsejas y yo te ayudo y te sugiero, más allá de todas nuestras diferencias».
El barrio, por su parte, alcanza el valor de la suma de esas generosidades y esos abrazos que crecen y se afianzan, se achican o se alargan, mientras uno anda obligado a hacer malabares con el tiempo para que María no se ponga brava si no voy aunque sea un minuto a verla, o para que Alberto no me reproche mi ausencia la tarde en que echó la placa de su casa.
Y no es que no se hallen en nuestra singular manera de construir la vecindad esas relativas discrepancias o inconformidades, consustanciales a la razón humana. Cierto que existen, que están presentes, pero quedan ahí, sin ser más que eso, una parte del todo frente a la naturaleza desentumecida y bonachona que nos distingue.
Claro que los barrios de esta Isla pródiga en caricias tienen también matices, mejores y peores escenarios, benditas y cruciales horas. Sin quitarle méritos a la ciudad, donde suele conjugarse con más fuerza lo solidario y lo íntimo, me atrevo a decir, con riesgo de que algunos se inquieten, que el campo es adorable y a la vez inmenso para ser vecino.
Y es que, por haber nacido en uno de esos caseríos que ni tan siquiera se identifican con un punto en el mapa, pero donde también se vive, atesoro conmigo historias que recogen la alegría y el llanto colectivo.
Sé de fiestas donde todos comparten, o se sientan en la misma mesa de dominó. Y se dicen una jarana, y se ríen a carcajadas de lo que le pasó a Juancito, a sabiendas de que el trabajo común y el oírlo toda una vida a su lado, equilibra cualquier porfía pasajera y los va haciendo hermanos.
Adorablemente, muchas son las anécdotas de hombres comunes que, bajo el apresuramiento del día a día, escriben la poética criolla y divina de nuestro vecindario, ese espacio vital en el que las carencias o el «préstame un poquito de…», o el «acuérdate de que hoy viene el picadillo», cuajan y sazonan nuestra verdadera esencia.
Otra vez nos tocan a la puerta, nos traen el postre o el poquito de lo que saben que nos gusta, se brindan para ayudarnos a la hora que más nos hace falta, y se marchan para dejarnos pensando, y casi convencidos, de lo que es un vecino en esta policromática barriada con forma de caimán.