Cada 27 de noviembre la juventud cubana, encabezada por miles de estudiantes de Medicina, rinde homenaje a aquellos ocho adolescentes que sucumbieron en tiempos terribles «a manos de la inhumanidad y la codicia», como diría Martí. Es hermoso ver a un pueblo entero recordar agradecido a los que con el sacrificio de sus vidas le hicieron comprender que la felicidad no es un destino, sino el propio camino que recorremos cada día, y que la vida es breve, frágil y puede escurrirse silenciosa a nuestro lado si nos entretenemos.
No en balde los poderes mundiales, a los que interesa que los hombres no se enteren de esta verdad, han creado una industria del entretenimiento para buscar modos cada vez más sutiles de domesticación con que tenernos distraídos, porque dejarnos mirar a la historia puede traerles grandes complicaciones, pues solo ella nos dice de qué somos capaces.
La cotidianidad es abrasiva. Desgasta poco a poco la materia y el espíritu de que estamos hechos. Por eso decía Martí que era doblemente bueno dar pan al cuerpo y darlo al alma, porque «los pueblos que no creen en la perpetuación y universal sentido, en el sacerdocio y glorioso ascenso de la vida humana, se desmigajan como un mendrugo roído de ratones».
De ahí que conmueva tanto ver a las sucesivas generaciones de cubanos sentir en el alma el recuerdo de aquellos que siendo inocentes miraron de frente a la infamia y entraron en la muerte con la frente alta. «¡Cadáveres amados los que un día/ ensueños fuisteis de la patria mía…», recordaba Fidel en La Historia me absolverá las estrofas que dedicó Martí a los niños mártires en el primer aniversario del horrendo crimen, y pedía multiplicarlo por diez para tener una idea de los abominables asesinatos perpetrados por la tiranía de Batista luego del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953.
Recordemos también que aquellos jóvenes guiados por Fidel habían ido a impedir, con esa acción de desagravio, que la memoria del Apóstol se extinguiera en el alma de la patria en el año de su Centenario.
Es bueno recordar a los héroes, y dedicarles encendidos discursos, y escribirles canciones y poemas, porque crece espiritualmente aquel que es capaz de amar a quienes tiene algo que agradecer, pero el mejor modo de honrar a los que se sacrificaron por nosotros es imitarlos. ¿Qué habremos de imitar de los jóvenes del 71? Lo mismo que de los del 10 de Octubre, el 24 de Febrero, los de la lucha antimachadista en los años 30 y los del 26 de julio de 1953 o el 13 de marzo de 1957: la firmeza con que enfrentaron el reto que su época les lanzó. La capacidad para entender que la dignidad de la patria no es más que la suma de nuestras dignidades personales; que una idea, un país, una nación, valen lo que valen quienes los representan y que cada uno de nosotros es responsable de crecer y ayudar a crecer a los demás en busca de aquel sueño martiano seguido por Fidel de alcanzar para nuestro pueblo «toda la justicia».
Ser cubano es algo más que haber nacido en Cuba: es querer serlo con toda la voluntad que ello implica. De ahí que lo que inicia la educación pública, tendrá que terminarlo la educación personal. Cada uno es responsable de la senda por donde decide dirigir sus pasos. Por tanto, es indispensable para la sociedad mantener el equilibrio, y a la par que trabajar en fortalecer la economía —porque «en pueblos, como en hombres, la vida se cimenta sobre la satisfacción de las necesidades materiales»—, no descuidar el crecimiento espiritual, pues el mismo Apóstol alertó que «importa poco llenar de trigo los graneros, si se desfigura, enturbia y desgrana el carácter nacional. Los pueblos no viven a la larga por el trigo, sino por el carácter».
Y ha sido, precisamente, el carácter cubano el que ha impedido que, a pesar de las tantas crueldades de las que hemos sido víctimas en los últimos dos siglos, no vayamos por el mundo llenos de rencores, sino llevando vida a los mismos lugares a los que nuestros matadores siguen llevando muerte.
No es extraño entonces que en los más recónditos parajes del mundo, junto a la lobreguez de los fusiles y los soldados del imperio, brillen las sonrisas de nuestros hombres y mujeres de la Medicina, herederos no solo en la remembranza heroica, sino en la verdad cruda y sublime del día a día, de aquellos estudiantes fusilados en 1871. Porque ellos siguen siendo raíz e inspiración, no hay que llorar su muerte útil, sino decir como Martí: «Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida».