Se acerca por el pasillo coincidente, y sin permiso, desenfadado, posa una mano sobre un hombro, pregunta hasta por mi familia que ni conoce, desliza algún cuentecito, un chiste o una frase graciosa de repertorios, entre sonrisas a flor de labios. Tanta es la simpatía que consigue proyectar, que uno casi llega a desdibujar de la memoria la merecida imagen de un interlocutor negligente, irresponsable, ausentista, o marañero, y hasta tal vez consiga perdonarle sus faltas graves, por aquello que muchos sostienen con exceso de ligereza de que en el país de la ciguaraya, cualquier cosa puede perdonarse menos caer pesado.
Quien así suele abordar a otros en el diario bregar no pertenece en rigor a esa verdadera especie de simpáticos auténticos, tocados por los ángeles, espontáneos e ingeniosos, que tanto agradecemos porque nutren siempre un diálogo humano cálido y colorido, cargado de necesarios acentos optimistas, y que por fortuna se dan silvestres en nuestro Archipiélago. Lanzo los dardos contra aquellos que instrumentalizan simpatías construidas con premeditación para puestas en escenas que consigan adormecer el juicio crítico, bajar la guardia, y que juegan al papel de buena gente, que deja hacer, con tal de que por reciprocidad lo dejen hacer de las suyas desde su cuota de poder.
En el superfluo maniqueo de aceptación y rechazo, el pobre «pesao» se lleva la peor parte, anatematizado indistintamente con saña como «chorro de plomo», «puente roto», o «noveno merengue», entre otros epítetos. Con más dureza, se le llama antipático, y con cierta benevolencia «pujón», cuando se trata de alguien que intenta caer bien, pero su natural torpeza lo perjudica.
Pero en realidad, ¿se hace justicia cuando se le clava una etiqueta semejante a quienes son dechados de virtudes necesarias? Y tanto es el temor a ganarse ese calificativo, que con cierta frecuencia encontramos dirigentes y administradores irreprochables que antes de situar las cosas en su lugar como debe ser, se inclinan a comenzar aclarando que «no quiero caer pesado…», lo que en buen español se traduce en persona que actúa con rectitud en los principios, intransigencia ante la indisciplina y la corrupción, exigencia en la calidad de las producciones y los servicios destinados a la población.
Gracias a todos esos «pesados», y en especial los tildados además de «atravesados», el país dispone de una formidable barrera de contención a las corrientes sociales del desorden. Los podemos identificar en maestros y profesores que se resisten con firmeza a graduar estudiantes sin las competencias requeridas, en los médicos reclamadores a pacientes que incumplieron un tratamiento prescripto, en funcionarios y agentes que insisten en que se aplique la justicia, en fin, en quienes, donde quiera que les toquen desempeñarse se «paran bonito» ante las violaciones, los privilegios, las chapucerías y el maltrato.
En realidad no sé cuántos son, pero los necesitamos mucho, y por eso debemos empezar por vindicarlos del escarnio fácil y sospechoso. Desde estas modestas líneas intento hacerlo, aun contando con que haya eventuales lectores que al concluir la lectura exclamen: ¡qué pesado es este periodista!