Mientras las noticias muestran las cartas meteorológicas cruzadas por sucesivos, diversos y probables destinos para el primer ciclón del año, el ómnibus me deja en el sitio donde los Puentes Grandes terminan y la Calzada Real se bifurca con la acrobacia de casi siempre.
Los siglos invocan en este barrio los preliminares vahos de la colonia. Aquí se asentó la Villa de San Cristóbal por segunda vez antes de saltar más al norte, junto a los labios recoletos de la bahía. El agua de los ríos se podía beber. Ahora, bajo las cabriolas del Almendares, ya no se enjuagan los pañales de la Chorrera en los turbios reflejos de los tejados y las coloniales mamposterías. Se huele la contaminación del papel y la cerveza.
Me inclino sobre la baranda del puente mayor. Y no me excuso de evocar a las Borrero, familia de poetas, cuya casona se alzaba en el campestre poblado, tan cerca de La Habana para acudir en las urgencias y tan lejano como para guarecerse de las intrigas y miramientos de la ciudad. Por las rendijas aparece Juanita, tal vez, entre las hijas de don Esteban, la más sensitiva, trascendente en sus poemas y dibujos, prematuramente muerta y enamorada del empedrado que recorrerá Julián del Casal descorchando agrios versos. Y el poeta, que para pagar comida y habitación dejaba en su buhardilla imágenes modernistas y japonerías celestes y se aplicaba a prosas de periódicos, escribirá del Conde Barreto, cuando en sus crónicas sobre la sociedad habanera se refiera a esa familia cuyo fundador murió en Puentes Grandes y el cadáver parecía ser velado en la casa palaciega de la calle de los Oficios en La Habana. Cuando los peones alzaron el féretro para enterrarlo en la iglesia del Espíritu Santo, lo notaron muy pesado: dentro solo había piedras…
Todavía durante los años primeros de la década de los 60, ante las ruinas de la casa solariega de Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, dos perros de bronce, réplicas de su jauría negrera, intentaban ahuyentar las memorias de la tormenta a cuyo impulso este noble de título, y cruel de actos, según los anales, emprendió una ruta aún secreta en la precaria chalupa de su ataúd, cuando el agua represada rompió los puentes y arrumbó casas y enseres en la noche aciclonada del 21 de junio de 1791. Este meteoro se recuerda como el temporal de Barreto. Porque todo para que exista necesita un nombre, aunque no tenga tumba, ni lápida, ni estadísticas.
Dónde, podríamos preguntar, pondrán las cruces de sus víctimas los huracanes, los vientos plataneros, o los rabos de nube que de improviso se despiertan y alteran el curso cansino de los poblados o el ritmo atarantado de las ciudades. Veteranas de tantos ciclones, las tierras fragmentadas del Caribe nos han legado necrologías patéticas, páginas horrísonas como en el Diario de Colón, primer asiento, inaugural modelo de un parte meteorológico. A qué feudo del diablo habré llegado, tendrá que haber dicho el Almirante, ciscado entre las aspas revueltas del huracán que describe el «Descubridor» en su bitácora.
Los partes por venir serán más técnicos, sobrios, impersonales. Pero en alguna madrugada oscura, la voz humedecida de un locutor llegará a los radiorreceptores de orejas en un texto catastrófico que informará sobre este o aquel pueblo y dirá con la precisión fotográfica de una imagen de Martí: «Ruina es hoy, lo que ayer era flor».
Miro arriba sin que la filosa luz me obligue a poner la mano sobre los ojos. «Es luz fúnebre y sombría,/ que no es de noche ni de día», describe José María Heredia el huracán. Se acerca el ciclón y ya para su llegada no tendré que evocar aquel temporal indocumentado en el viejo patio de Barreto. Oiré crujir paredes y techos. Veré la ciudad como humeando por la lluvia. El poeta Luis Lorente nos los recordará más tarde: «Tú no viste a la noche consumarse/ ni al pino dar, contra el balcón, furioso,/ (…) todos se habían ido,/ Cuba desierta, delirando afuera».