Por enésima vez ocurrió felizmente lo de siempre. Nuestros linieros, emblemas de vergüenza y leyendas vivientes, pusieron pecho y destreza para devolver a miles de hogares habaneros, en horas, la luz eléctrica perturbada por un fenómeno meteorológico, que tan pronto pasó dejaba en el aire la pregunta de si Paula fue en realidad depresión, tormenta o huracán pigmeo hasta que llegaran las explicaciones autorizadas.
En cualquier caso, en su itinerario capitalino se repetía un ciclo harto conocido, en algunos municipios como Plaza y Playa: árboles derribados que a su vez echan abajo postes y tendidos, exponen a transeúntes imprudentes, dañan viviendas e interrumpen vías de acceso, como si se tratara de una noria fatal, inevitable, imprevisible. Y aunque la costumbre, por fuerza de la repetición, termina integrándose a la totalidad de la cultura, ello no impide el ejercicio de preguntar constructivamente.
¿Será en realidad tan difícil concebir y ejecutar una estrategia de poda sistemática a lo largo del año de esos frondosos árboles, con los recursos disponibles, muchos o pocos? ¿Estaremos de por vida condenados a dejarlo todo, como sempiternos finalistas, solo para cuando tengamos a la vista la inminente furia de la naturaleza? ¿O acaso se trata de que excluimos toda previsión posible en nuestros comportamientos institucional y social? Vale lo mismo para la limpieza del alcantarillado en un país tan «ciclonero».
Quién no agradece, en nuestro eterno verano de sol a plomo, la sombra protectora de esos vetustos árboles del Vedado, plantados por cierto solo por su galanura y majestuosidad, pero sin tomar para nada en cuenta las especies adecuadas para una zona capitalina que se veía crecer habitacionalmente más allá de las dispersas mansiones opulentas de las primeras décadas del siglo pasado. Hoy sentimos el impacto de sus raíces extendiéndose desmesuradamente hasta romper aceras y penetrar cisternas, mientras sus elevadas ramas se quiebran hasta el mismo tronco ante cualquier vientecillo platanero.
De ninguna manera pugno por mutilar esos indispensables pulmones de la ciudad contaminada, pero al menos allí donde el costo que conlleva impida reemplazarlos por otros, mantenerlos racionalmente podados. Hay que obrar con sentido de equilibrio entre lo que se debe y se puede.
Cuento que un día vecinos del edificio que comparto, cansados de tropezar con barreras y vericuetos burocráticos en sus gestiones en ese sentido, solicitaron a una brigada de podas, que estaba por los alrededores, mitigar los perjuicios de ramas que alcanzan hasta las ventanas de la cuarta planta, convertidas en puentes de roedores y molestas santanillas picadoras. Como respuesta el responsable del grupo alegó carecer de sierra, que en cambio, alguien desde un balcón divisó escondida en el techo del vehículo. En realidad fue un pretexto ante la negativa previa de los vecinos a pagar en CUC por acometer ese trabajo en el propio horario laboral.
Así dimos con algunos de los más felices cuentapropistas por la libre: con el tiempo y recursos del Estado, bajo la tolerancia (¿complicidad?) de superiores, sin sacar licencia, pagar impuestos, e invertir ni un centavo para sacar ganancia neta. En fin, una tendencia a la que hay que cortarle el paso, tan contaminadora que hasta ha incitado a alguno que otro a vender por CUC el sagrado juramento de Hipócrates.
Por bendita compensación, miramos hacia los linieros, que con ejemplar honor nunca fallan en «sacar las castañas del fuego».