El techo del mundo se derrite. Según los alpinistas y estudiosos, en los montes Everest cada vez con más frecuencia aparecen charcos aquí o allá y aumentan las avalanchas. Sobran las pruebas de que, incluso a 8 848 metros sobre el nivel del mar, el calentamiento global hace estragos. Y todavía los seres humanos negocian una posición para enfrentar esta realidad que podría costarle la vida a la especie. A juzgar por las señales… deberían darse un poquito de prisa.
Aunque es cierto que todos padecen los estragos de los fenómenos naturales, también lo es que son mayores los riesgos para la población de los países más pobres; paradójicamente, los que menos contaminan.
Asia, donde se concentra más de la mitad de la población mundial, con niveles cambiantes y contrastantes de desarrollo, reclama con fuerza la necesidad de que las naciones desarrolladas cumplan con las obligaciones de transferencia de tecnología para enfrentar el impacto del cambio climático. La elevada pobreza en la zona, la dependencia de la industria pesquera y la agricultura, la falta de infraestructura y en muchos casos la ausencia de mecanismos de alerta temprana, aumentan el número de víctimas fatales con cada fenómeno natural.
Las inundaciones que hace algunas semanas dejaron un quinto del territorio paquistaní bajo agua volvieron a mostrar los rostros de la vulnerabilidad. Más de 20 millones de damnificados no fueron suficientes para conseguir apoyo, no ya a largo plazo, sino asistencia de urgencia para salvar vidas. La comunidad internacional, sencillamente, demoró en ayudar y del mismo modo es lento su avance en torno a las negociaciones del cambio climático, sobre todo después de Copenhague. En Cancún, México, a finales de año, tienen la posibilidad de llegar a una posición definitiva.
Y no se trata solo de regular las emisiones de carbono, aunque es cierto que si se lograra un acuerdo bajo la premisa defendida por los países subdesarrollados sobre responsabilidades compartidas, pero diferenciadas, ese podría ser un buen comienzo. Pero existe un deterioro ambiental para el cual ya no bastan las medidas de freno; son necesarias estrategias de adaptación que pasen por la educación de las poblaciones, la prevención de enfermedades que tienden a acrecentarse luego de fenómenos atmosféricos, la construcción de viviendas menos vulnerables, así como la búsqueda de cultivos más resistentes a toda clase de imprevistos.
Agricultores de la India, por ejemplo, se apresuran en distribuir semillas de una variante de arroz que podría sobrevivir 17 días bajo agua, cuando las tradicionales mueren a la semana de estar inmersos, a pesar de crecer en terrenos húmedos.
Según estimaciones del Instituto para la Investigación Internacional del Arroz IRRI, campesinos de Bangladesh e India ya pierden más de cuatro millones de toneladas de cultivos de arroz al año por causa de las inundaciones.
En Nepal, varias aldeas han debido trasladarse hacia zonas más altas, porque donde siempre habían cultivado, ahora los frutos no toleran los cambios de temperatura.
«Los pobladores dicen que, aunque hasta hace poco podían cultivar fácilmente manzanas saludables a una baja altura, como en Lete (aldea a 2 480 metros), esas frutas hoy tienden a adquirir gusanos incluso más arriba, como en Larjung (2 550 metros), Kobang (2 640) y Marpha (2 670)» expresó a IPS, Jagadish Chandra Baral, ministro de Bosques y Conservación del Suelo, nepalí.
Pero tampoco la solución puede ser cambiar modos de vida ancestrales, porque entonces la gente será forzada a convertirse en nómada, hasta que no quede dónde cultivar o donde vivir. Las medidas podrían ser muchas, mas si no se avanza en el camino de la educación y la conciencia, el techo del mundo seguirá descongelándose, los agricultores sumando preocupaciones y, peor aún, la muerte por la furia natural continuará sumando vidas, generalmente, las que menos contribuyeron a ese enfado.