Casi sin hacer ruido, en el día y la hora más silenciosos, se fue Ruth de la Torriente Brau. Y la madrugada del domingo, que ya es triste de por sí, amaneció más lenta, más amarga, más dura.
Llevaba semanas apagándose, diluyéndose poco a poco mientras un batallón de amigos —su única familia— se turnaban en una secuencia irrompible de afectos al pie de su cama. Era inevitable, sí; era inminente, también, pero quien la había visto festejar tres meses antes sus 97 años, con tan juvenil lucidez, comiendo chocolates, disfrutando a sus seres cercanos, recordando a la familia inmensa de la que era la última heredera, podría fantasear que esta mujer estaba para quedarse.
Porque no fue una intelectual descollante, ni combatió en ninguna guerra, ni ocupó grandes cargos, pero anduvo siempre —como su estirpe toda— con el toque preciso de elegancia, sencillez y bondad que enaltece a los humanos. Bastaba conversar un día con ella, acercarse a oírle las historias que regalaba en la más amena charla, para salir unido de algún modo misterioso, al afán de amores que la hizo sorprendente.
«Los méritos son de mi hermano Pablo», decía. Y contaba una anécdota de Nene, el Quijote del periodismo cubano. «La que ha conservado la memoria de la familia es mi hermana Zoe», afirmaba, y allá iban los elogios a la insigne bibliotecaria. Y después algún halago para sus padres; y la referencia obligada al patriarca don Salvador, su abuelo puertorriqueño, y las virtudes de Lía, y los aciertos de Güiki, y así, y así, sin decir de ella ni media palabra.
O mejor, solo las muchas palabras que la pusieran como la «menos inteligente», la «más rezagada», la que «no tenía premio alguno». Erigiendo sobre los pilares de la humildad su mérito superlativo: el ser buena hasta los huesos.
Triste es el destino de sobrevivir a nuestra sangre y nuestro tiempo, a nuestras cosas y nuestros sueños; pero Ruth lo aceptaba con el don de gentes que abriga e impulsa. Era una mujer que aún escribía cartas, que conservaba cariños de aquí y de allá, sobre los mares, los muros y las distancias. Era una mujer con una lupa curiosa para leer, leer, leer.
Y de una generación y de otra, casi en relevo perenne, le llovían los cariños. Por eso resultaba una fiesta tenerla presidiendo alguna de las aventuras de la Cátedra Pablo, en la Universidad de La Habana; o acompañando las guerrillas trovadorescas del Centro Cultural, donde renacieron las obras completas del héroe; o conversando con estudiantes de Periodismo y haciéndose al final una foto de grupo, de amigos, de recuerdos.
Con la partida de Ruth se cierra un ciclo, un abolengo, un rostro singularísimo de Cuba. Con la llegada de Ruth, se abren aún más, para todos los que vendrán, los caminos de humanismo y rebeldía que llevaron, entre tantos, dos apellidos: de la Torriente y Brau.