Discutirlo derivaría en tozudez y acepto lo que una colega me hacía notar: es verdad que me repito en esta columna. Pero no creo que sea la primera vez que lo reconozco explícitamente. Hace meses admití que me había sorprendido diciendo lo mismo que 20 años antes en la revista Bohemia.
Tal vez lo esencial de esta situación no se hospede en la idea de que en este tipo de espacio fijo y con autor único, el columnista haga variaciones sobre los mismos temas, quizá los más cercanos a su existencia o su formación, o los que más se ubican en el campo de sus intereses profesionales. Es natural. Pero otra razón, según lo juzgo, merece el calificativo de decisiva: a nuestra vista, los hechos y las situaciones se repiten. Parece que los problemas y su necesaria solución tardan en imponer sus urgencias. Y decirlo es también repetir lo que ya antes dijimos.
Comprendamos, sin embargo, que nuestras opiniones van detrás de los acontecimientos. Una opinión se forma sobre una obra, un hecho, una acción ya realizados. De modo que si hoy, por ejemplo, alguno de los medios de prensa repite que siguen echándose a perder productos agrícolas en el campo o en los estacionamientos municipales, es porque esos inoportunos y a veces conmovedores sucesos se repiten.
Por tanto, ante el columnista se plantea la disyuntiva: insistir en el tema o golpear la mesa como diciendo: me paso, aunque lleve ficha. Y si llevo ficha, no es legítimo, ni honrado, dejar de jugar. Quiero «salir», pues, haciendo recordar que uno pulsa en nuestra sociedad un alarmante retraso en percibir lo negativo de los procedimientos y métodos impropios, estériles, cuyos efectos más comunes se remiten a persistir en lo conocido y no efectivo ante las exigencias de nuevas situaciones.
Voy a esquivar la tentación de repetir que hay que apurarse en la actualización de nuestra economía. El observador se percata de que, aunque el grueso de ese programa aún no se ha ejecutado, en Cuba pasan cosas, se aplican medidas, se dictan decretos… Pero el problema, a mi modo de ver, es mucho más delicado que lo que solemos llamar «demora» en la corrección de lo ya obsoleto. Más bien, lo que podría alarmarnos es la renuencia de ciertas actitudes, también obsoletas, a comprender e intentar cambiar lo que debe ser cambiado.
Por ejemplo, los plátanos expuestos al deterioro recientemente en Alquízar, que ha sido el hecho más recientemente difundido por la TV, están clamando por una medida que impida su repetición —allí o en cualquier otro sitio. Es cierto que, por alto que hubiera sido el volumen, habría sido «un buchito» para la demanda, sobre todo de hospitales, escuelas, círculos infantiles, etcétera, sin mencionar el mercado. Pero que el plátano devaluado en su condición comercial y comestible por los agentes naturales haya sido relativamente poco, no parece una justificación aceptable y mucho menos un consuelo ante la recurrente incidencia de cultivar la tierra para dilapidar parte de lo cosechado.
Una conclusión, por tanto, saca nuevamente su bandera roja: los métodos y la mentalidad predominante en la comercialización —también en otros aspectos— continúan estorbando. La producción agropecuaria, habitualmente en baja, requiere de resortes que liberen las fuerzas productivas, lo que no quiere decir, en los términos aconsejables en Cuba, que se entreguen al arbitrio de la espontaneidad. Si en el campo se le ha dado espacio a la producción individual y se potencia la cooperativización, lo racional, lo inevitable a la larga sería admitir que la comercialización, si persiste en sus esquemas de control y planificación estrechos, esto es, burocráticos, aun en medio de las necesidades, está coadyuvando a que lo que se haga con una mano se estropee con la otra.
No sé si repito mis repeticiones. Pero lo veo claro: más que llevar las cuentas con ánimo restrictivo, lo que pudiera inquietarnos razonablemente es que los consumidores se consuman en la impaciencia. Y en ese sentido, más que retener toda la tierra bajo la propiedad empresarial del Estado, ha de preocuparnos perderla. En el ocio o la extinción.