Un zapatazo al rostro seguido de la frase «toma tu beso de despedida de parte del pueblo iraquí», fue el adiós propinado a W. Bush por un periodista de ese país, Muntadhar al-Zeidi, quien resumió en una sola acción el sentimiento de odio y desprecio que experimentan los iraquíes hacia el entonces Presidente estadounidense, por la ocupación y posterior destrucción de su país.
Como ya se conoce, en el mundo árabe y musulmán la sucia suela del zapato simboliza un insulto. Pero eso fue hace ya más de dos años, cuando Bush —que esquivó el zapato con agilidad, la verdad— ya casi dejaba —por suerte— la Casa Blanca y el actual mandatario Barack Obama preparaba las maletas para mudarse hacia Washington.
Ahora el jefe de la Sala Oval ha anunciado que cumple su promesa electoral de concluir esta guerra, y reitera el compromiso de sacar a todas las fuerzas estadounidenses a finales de 2011.
El pasado 1ro. de septiembre, en ceremonia con bombo y platillos desde la base estadounidense de Camp Victory, en la periferia de Bagdad, el vicepresidente norteamericano Joe Biden y el secretario de Defensa Robert Gates, anunciaron el inicio de «una nueva etapa» para Iraq enmarcada bajo el bienaventurado título de Nuevo Amanecer.
Con solo pensar un poco en cómo queda ese Iraq que ahora se adentra en un escenario bien alejado de cualquier pretendido final feliz, nos percatamos que, en primer lugar, conviene no dejarse llevar por el entusiasmo de quienes insisten en que culminó la invasión desatada en marzo de 2003. Ahí quedan 50 000 efectivos en una supuesta misión de entrenamiento y asesoría. Una asesoría que dista mucho de ser real, si cuantificamos que solo en el mes de agosto 426 iraquíes —de ellos 295 civiles— fueron víctimas mortales de la violencia o de atentados, según un balance divulgado por las propias autoridades.
La situación interna no es nada halagüeña. Según informes de la ONU dados a conocer justo cuando se anunciaba el publicitado fin de las operaciones militares, los servicios públicos no funcionan y hay una enorme penuria de agua potable y electricidad.
La inestabilidad política persiste. Seis meses después de las últimas elecciones de marzo pasado, los partidos carecen de acuerdo para formar un nuevo Gobierno y se multiplican las amenazas de confrontaciones que podrían desembocar en una guerra civil.
La desocupación y la pobreza pululan en las calles del país. El desempleo ha alcanzado índices alarmantes, unos cuatro millones de personas están sin trabajo y un cuarto de la población, de 28 millones de habitantes, se encuentra bajo la línea de pobreza. Ello, sin contar los 200 000 iraquíes que se afirma han muerto en los últimos siete años de ocupación, aunque nadie puede dar una cifra exacta y muchos hablen de un millón o más.
El petróleo, señalado por muchos como el verdadero motivo de la guerra, ya se lo repartieron las transnacionales.
Y claro que EE.UU. tampoco sale airoso. Gastos millonarios arrancados del presupuesto federal que solo lograron acelerar la crisis económica, junto a la pérdida de miles de vidas, fundamentalmente jóvenes, dejan a Washington muy mal parado. Hasta mediados de julio pasado, 4 415 soldados estadounidenses emprendieron un viaje sin retorno hacia aquellas tierras bíblicas.
Eso, sin contar que dentro del mismo territorio del norte, todos los que creyeron en la supuesta razón que esgrimió la entonces administración republicana para atacar Iraq, perdieron su credibilidad cuando nadie encontró aquellas armas de destrucción masiva que tanto pretextaron entonces.
Un editorial del diario parisino Le Monde, recordaba que en 2003 y bajo el lema Misión Cumplida, Bush «celebró» la victoria estadounidense en Iraq, pero «si hubiera que desplegar una pancarta hoy llevaría las palabras: la misión fracasó terriblemente». Y la ocupación sigue.