El final en esta columna resulta a veces la ocasión para un nuevo comienzo. Y siguiendo el tema del viernes 9, me empato, pues, con las líneas finales en que, luego de haber expuesto mi opinión sobre qué habría que decidir y legislar para conciliar principios y tesis, me refería a que no se ha de creer que todo se resuelva con las contorsiones de un mago que zafa los nudos y abre los candados que lo inmovilizan.
Hemos de reconocer que aparte del problema en sí, esto es, decidir y legislar las fórmulas más racionales y efectivas, hay que contar con la subjetividad de cuantos tienen que cumplir y aplicar lo legislado. Ya se ha dicho que en Cuba los que han cometido errores han de ser también los que tienen que rectificar. Y lo interpreto como que no serán de otro mundo, ni siquiera de otro país, los que actualicen el modelo económico cubano. Por tanto, podemos deducir que si es primordial meditar antes de elegir las opciones más convenientes en nuestra circunstancia, básico resulta también aplicarlas con ánimo patriótico y con sagacidad creadora.
A mi parecer, el ámbito siempre hermético, nunca predecible de la subjetividad es también campo donde se concretará el acierto del proceso de actualización. Porque ciertamente una parte de cuanto podemos registrar hoy como problemas en nuestra sociedad, tienen un origen común: lo subjetivo. El período especial ha exacerbado cierto desgaste en la conciencia social. Y uno de esos agujeros negros es el de un comprobable irrespeto por las leyes. No hablamos por primera vez en esta columna de las grietas en la esfera del derecho, la moral, la disciplina, el orden… Las leyes se violan. Y no solo por los ciudadanos, que han de cumplirlas, sino por algunos de cuantos tienen que hacerlas cumplir y, también, cumplirlas. ¿O la ley no nos manda a todos?
Nuestras bandejas de entradas, en el correo electrónico, reciben de vez en cuando mensajes en los que algún ciudadano denuncia ser víctima de una arbitrariedad, cuyo origen no es solo la voluntad burocrática que desconoce el principio humanista de la Revolución, sino que pasa por encima de una u otra ley. ¿Quien así obra desconoce reglas y principios? Ello podría ser lo menos grave. Lo peor sería actuar arbitrariamente por creerse facultado para alzarse sobre la legalidad. Sí; la legalidad tan encarecida entre nosotros radica también en que todos —todos— nos ajustemos a la ley. Y los organismos y los ciudadanos cumplamos, por ejemplo, las sentencias de los tribunales —en particular en lo civil o económico—, o consultemos los códigos legales para averiguar la validez de una negativa o una medida que afecte la paz o la seguridad de cualquier ciudadano.
No cree el periodista, al decir lo dicho, estar por arriba de sus facultades. Una opinión honrada y verazmente expuesta no es opinión que agobie o dañe. Y según mi experiencia en el oficio de observar y comentar, sigo creyendo que quienes se equivocan pueden merecer el derecho de rectificar si en verdad lo ganan con su capacidad de autocrítica y, sobre todo, con su celeridad en reaccionar ante el yerro. La coletilla reciente de Raúl en el diario Granma fue muy aleccionadora.
Por tanto, me parece que alguna porción de nuestra subjetividad está influida por prácticas equívocas que han coexistido con las acciones más justas. La costumbre de rendir cuentas sin que del lado de cuantos han de aprobar o recusar no se alce un brazo de inconformidad o una interrogante incisiva, o una duda, ha influido en acomodar la ética en algunos hasta presumir que las responsabilidades pueden ejercerse día a día sin que tenga yo día a día que reconocer mis desaciertos, ni siquiera ante mi conciencia.
Las leyes y decretos pueden entrar en vigor sin imponer explícitamente frenos o trabas. Pero ciertos frenos se agazapan en las arenas movedizas de la subjetividad, por momentos apegada a rutinas carentes de cordura o apoltronada sobre intereses ilegítimos. Y contra ello solo conozco un remedio: el control del poder popular, la horizontalidad de la democracia socialista. Y quizá en este final haya un próximo comienzo.