Desde una perspectiva moral, podíamos aceptar que sobrevivir es crecer, como dijo recientemente en la revista Unión, Roberto Manzano. Y me valgo de la definición de este original poeta para empezar añadiendo que si sobrevivir resulta un ejercicio de honradez, no hay dudas de que quien sobrevive crece en su condición humana.
Ahora bien, si más que un cúmulo de actos de mejoramiento mediante la resistencia de las fuerzas interiores, sobrevivir implica hacer uso del truco mezquino, el fraude, y la inventiva egoísta, entonces la supervivencia acusa un decrecimiento de la moral de la persona. Pero no voy a seguir por el individuo y su virtud. Pasemos al espacio social. Y así quizá convengamos en que los períodos de supervivencia en los pueblos —a veces temporadas de resistencia—, aunque también significan una depuración moral en el conjunto, no suponen un crecimiento material. Sobrevivir es asomar la nariz por entre lo precario, mantenerse en pie entre impedimentos sin que por ello se avance más allá de los obstáculos.
Con esto dicho, uno estima que la supervivencia no compone un programa de desarrollo. Más bien una estrategia coyuntural, cuya temporalidad no ha de derivar en un permanente «estar en crisis». Lo digo, pues, porque ya parece que, aunque genere alguna duda la cautela mostrada y cuya necesidad ha sido reconocida públicamente, el país pasa de la supervivencia a la capacidad de echar a andar el presente.
He llegado a este punto, porque intento averiguar cómo responder al lector que la semana pasada, en un correo electrónico, creyó conveniente que este periodista se refiriera a las cosas por modificar en Cuba. Por supuesto, no me negaré, y advierto que no tengo más información que la que suministra mi experiencia periodística. No ocupo ninguna posición apropiada para saber lo que los más no saben o saben a medias. Solo escribo comprometido con los afanes y las metas del país, y para hacerlo miro la vida, la evalúo comparándola con circunstancias similares en otras etapas y saco conclusiones condimentadas con mis deseos y esperanzas.
En este momento, para mí, lo primero es advertir que las transformaciones estructurales y de conceptos que en nuestra sociedad puedan ocurrir necesitarán también de un cambio de mentalidad de todos. Es decir, un esfuerzo subjetivo del individuo basado en su virtud para comprender y asumir que nada de lo que se reorganice, se readecue, se actualice o se elimine —fíjense cuántos términos— compondrá una especie de fórmula a lo Houdini, es decir, que con unas cuantas contorsiones corporales habremos de zafar los nudos, abrir los candados, y sanseacabó: todo a fluir sobre la dicha.
Ojalá fuera de ese modo. Porque sin despejar las plantillas laborales de una fuerza de trabajo sobrante que según analistas sobrepasa el millón de trabajadores, ningún remedio será efectivo, porque equivaldría a inutilizar cualquier solución al nacer. Y esa drástica medida también exige el entierro definitivo del paternalismo, para que la justicia social actúe propiamente al garantizar leyes, oportunidades, y ayudando al más débil o al impedido, pero estableciendo espacios para que los aptos coadyuven al bienestar propio y familiar. Por tanto, «regalado», lo que hemos recibido gratuitamente y no es básico, tendrá que morirse de verdad. Y ante su deceso habrá que establecer fórmulas de trabajo cooperativo y por cuenta propia que incrementen las opciones laborales y aumenten las soluciones a necesidades domésticas, para que el Estado deje de ocuparse del timbiriche mañanero y atienda los sectores fundamentales de la economía, esos que habrán de decidir el equilibrio del comercio, la prioridad de las inversiones, la política de desarrollo. En fin, la vitalidad de la nación.
Mucho más habrá que hacer. Democratizar la producción. Y descentralizar la administración y la gestión local de gobierno. No es primera vez que este comentarista habla de que los municipios están doblemente impedidos: por la falta de capacidad decisoria para emplear los recursos y por el hábito de mirar arriba esperando las órdenes. Habrá, pues, que crecer moral, política, intelectualmente, pero no como secuela de una supervivencia heroica. Porque entonces estaríamos en las mismas rutinas. Tendremos que crecer como expresión de la honradez, del trabajo compartido e individualizado, de la sabiduría, del compromiso con un cambio que promete el destino de lo que avanza, aunque exigiendo una etapa de abnegación. Quedo a medias. Pero uno da solo lo que tiene. O lo que cree tener.