Creo que la primera referencia histórica que obtuve sobre las colas en Cuba me la proporcionó una amena crónica de José Victoriano Betancourt en la que narraba las filas que hacían compradores en La Habana colonial de los años 30 del siglo XIX, desde la madrugada y por espacio de dos horas, en pos de las muy apatecidas tortillas de San Rafael que ofrecían las populares bolleras de esa época. De modo que las filas de esperas ordenadas ni son nuevas ni mucho menos invenciones socialistas. Colas se han formado a lo largo de bastante tiempo desde la Europa más desarrollada hasta nuestras tierras. Se trata de un probado instrumento de organización ciudadana racional lo mismo cuando los bienes de primera necesidad no abundan que ante insuficientes lunetas para disfrutar un espectáculo preferido.
A estas alturas de ninguna manera pretenderé armar una suerte de oda en prosa a las colas, pero confieso que en particular comienzo a experimentar cierta añoranza por las que hacíamos disciplinadamente en los más difíciles años 90 para abordar aquellos salvadores «camellos», que recordaremos siempre con la gratitud que despierta una iniciativa de emergencia que trajo alivio entre tantas tensiones e incertidumbres.
Por lo pronto contrasta con el paisaje actual en un buen número de paradas de autobuses articulados capitalinos, en los que se ha convertido en anacronismo preguntar por el último, y los desprevenidos que todavía se atreven se ganan respuestas verbales o gestuales que equivalen a «guapea», «sálvese quien pueda», que la ley regidora es la del más joven, más fuerte, más ágil, ante un virtual grito de guerra: ¡A correr!
A guisa de ejemplos, basta solo detenerse en las esquinas de 23 y L o en Línea e I, para presenciar una verdadera batalla campal, en un juego de habilidades y apuestas para adivinar donde se detendrá el vehículo aguardado en un perímetro de casi dos cuadras, por regla general antes o después de la parada oficial. En la última localización citada se han experimentado estrepitosas caídas debido al corre-corre y a peligrosos huecos dejados allí para perpetuarlos por negligentes irresponsables a cargo de reparaciones.
Tal desorden abona a favor de evasiones y desvíos de pagos y roturas de puertas y al final en detrimento del público y la economía del país.
Por desgracia ni soy el primero, ni parece seré el último de mis colegas de distintos medios que vienen emplazando el problema, a los que se unen ciudadanos preocupados con quejas, sugerencias y hasta contundentes propuestas expertas atendibles, quienes en muchos casos han recibido respuestas formalistas, burocráticas, retóricas. Me parece bien que se apele a la conciencia ciudadana, a las asambleas de compromiso en las terminales y hasta las sanciones con intervenciones policiales, pero todo eso requiere además el empujón organizativo, la revisión a fondo del sistema de transportación urbano de pasajeros.
¿Será que ya no da más el chofer solitario, que en lugar de concentrarse en la seguridad de los viajeros, actúa bajo fuerte tensión como un hombre-orquesta que arbitra además la circulación interna y el destino de los pagos, mitad equilibrista y mitad malabarista. ¿Acaso no ha llegado el momento de considerar la introducción de otras variantes de control de pagos que eviten la evaporación del dinero y al mismo tiempo propicie un acceso fluido y ordenado al vehículo colectivo?
A correr, si, en la búsqueda de enfoques certeros, que nos devuelvan a la cordura, en lugar de la imitación humana a reses en estampidas, cuyo peor daño es la mansa resignación o la indiferencia, cuando lo que se impone es cambiar todo lo que se tenga que cambiar.