La violencia se ceba desde hace más de una semana en Kirguistán. Unos 2 000 muertos, un millón de afectados y 400 000 refugiados y desplazados, son algunos de los últimos datos. La mayoría kirguisa y la minoría uzbeka se enfrentan entre sí, se exigen responsabilidades por casas y comercios quemados, familias deshechas… Es impreciso determinar cómo comenzó el caos. Detrás, la desolación, la muerte, la huida, el miedo.
Aunque el conflicto comenzó en Osh y Jalalabad, dos ciudades sureñas, sus proporciones preocupan a la comunidad internacional. Kirguistán, una pequeña ex república soviética, tiene una importancia estratégica por su ubicación geográfica (cerca de Afganistán y convertida en parte de la ruta del opio) y las consecuencias del conflicto podrían irradiar hacia otras zonas en medio de una evidente crisis política y de la compleja coyuntura de Asia Central.
Luego del golpe de Estado que en abril terminó con el poder del presidente Kurmanbek Bakiyev, la fragilidad de la nación hizo tambalear el equilibrio de fuerzas y pareciera que ello ha sido aprovechado por los inescrupulosos. La nueva mandataria, Roza Otunbayeva, culpa a su antecesor —quien se refugió justo en las dos ciudades donde se inició todo, antes de partir al exilio— de azuzar los enfrentamientos étnicos desde el exterior para sumar seguidores. Si bien Bakiyev lo ha negado, está claro que las actuales condiciones no ofrecen garantías para la paz y que la cadena se rompió por el eslabón más débil.
Fuentes periodísticas sostienen que los choques no tienen un origen étnico. Esa es solo la máscara, lo que se intenta es desestabilizar al país para hacer fracasar el referéndum constitucional convocado por el gobierno provisional para el próximo 27 de junio. Un portavoz oficial kirguís aseguró que los líderes de ambos grupos reconocen que las disputas fueron «provocadas y organizadas». ¡Qué raro! ¿no?
Mientras, quienes más sufren son las decenas de miles de familias que perdieron a algún miembro, lo mismo kirguises que uzbekos, y los tantos —en su mayoría de este grupo— que han tenido que dejarlo todo para escapar de la violencia y de la muerte hacia el vecino Uzbekistán.
Los kirguises representan el 70 por ciento de la población, mientras que los uzbekos son un 15 por ciento de los cinco millones que habita Kirguistán, concentrados en las ciudades del sur, alrededor del fértil valle de Fergana. Ese territorio, divido entre los estados de Uzbekistán, Kirguistán y Tayikistán luego de la caída del muro de Berlín, concentra gran cantidad de población.
Por otra parte, apunta BBC, la ciudad de Osh, la segunda de Kirguistán, con unos 200 000 habitantes, y donde empezaron los enfrentamientos, se ha convertido también en un punto neurálgico del tráfico de drogas procedente de la vecina Afganistán. Este detalle ha sido esencial para convertir la zona en caldo de cultivo para el crimen organizado y el fomento de la corrupción. Con todo, hay demasiados intereses en juego, aunque la punta visible del iceberg son las pugnas étnicas. Curiosamente, es allí hacia donde la poderosa maquinaria mediática nos quiere hacer mirar.
La ONU ha manifestado su preocupación y ha enviado expertos a evaluar la situación de los refugiados. Por su parte la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva (OTSC) —integrada por Rusia, Bielorrusia, Uzbekistán, Kirguistán, Kazajastán, Tayikistán y Armenia— canaliza la ayuda y busca apoyar en la solución del conflicto, mientras EE.UU. se mantiene alerta, porque en Kirguistán, Washington tiene la importante base militar de Manas, desde donde se abastecen las tropas desplegadas en Afganistán.
Todos tienen que perder si la situación escapa aun más del control. Lo peor es que la bien ansiada estabilidad no podrá devolver la vida a los muertos, borrar las cicatrices a los heridos, ni cambiar los recuerdos trágicos de quienes han vivido en el horror de estos días. ¿Quién se beneficia con el horror? De cualquier manera, los dividendos de cuanto ocurre son aún imprecisos. Como siempre quedarán muy lejos de esos seres anónimos que no tienen espacio en los titulares.