Ocurrió una noche dominical en la bella cremería Amanecer, en Bayamo, cuna de helados deliciosos que hacen agua el paladar. Ella, la protagonista de la historia, se paró en el descanso de la escalera que le servía de estrado y mirando hacia abajo advirtió a la cola: «El servicio es hasta las diez en punto; después de esa hora no sube nadie».
Los clientes hicieron sus cálculos y se autoengañaron mirando sus relojes y diciendo: «A lo mejor nos pasa si hay helados... no somos tantos».
Pero a la hora del cañonazo, mejor dicho, del bombazo, ella se apareció ejerciendo su poder gastronómico y nada cómico, con la bomba que había anunciado: «Ya terminamos, lo dije hace rato» y, dando la espalda, entró al Amanecer aquel amargo oscurecer.
Los clientes, al marcharse helados sin probar helado, procuraban calentarse en un inmenso desierto de comentarios. Uno señalaba: «Es una cuadrá». Otro agregó: «Lo que pasa es que no le interesa atender a 15 o 20 personas más porque como quiera gana igual»; «está loca por llegar a la casa», dijo un tercero para defenderla.
Y alguno de ellos se preguntó hacia sus adentros: ¿Cuántos Amaneceres de la esfera de los servicios, hermosos en su interior, se oscurecen a cada rato a lo largo del país por no pensar en ganar consumidores? «Muchos», se dijo, sabiendo que no había descubierto el agua tibia.
¿Por qué hay tantos que, como aquella rígida gastronómica, se cuadran no solo a la hora del cierre?, volvió a preguntarse, tratando de rebasar la anécdota de un día específico?
Fue tal vez esa otra interrogante la más espinosa de responder. Porque, a contrapelo de lo que aseguran muchos, la «cuadratura» no viene únicamente del origen de la propiedad; en varios establecimientos por cuenta propia de la Cuba moderna puede el cliente verse «amaneciendo» —sin la seguridad de un horario flexible—, o recibiendo un agrio «llévatelo si te cuadra».
Y en la esfera estatal… ni hablar: abunda la prisa por colocar el cartelito de «Cerrado» en la puerta de las unidades, aunque afuera llueva el público de todos los tamaños y edades.
Pero hay, se dijo el trasnochador escarchado, otra paradoja aún más insultante: esas entidades con aparente rigidez en sus relojes, casi nunca —para no ser absolutos— abren a la hora exacta anunciada en su agenda formal.
¿Habrá métodos para hacer que las entidades ensanchen sus horarios cuando haya clientes por atender? ¿Habrá controles para que, por lo menos, abran a la hora exacta, sin un minuto de retraso? fueron la últimas preguntas que se autolanzó él.
Se respondió que sí y se imaginó una normativa, con los puntos y comas, bajada como raíl con punta desde una grúa poderosa, pero entonces lo picó un mosquito: «Cuando se estipule, todos los clientes querrán ir al horario del cierre». Y vio en su mente una nube de inspectores y chequeadores con agenda, mas pronto volvió en sí: ¡hay plantillas infladas!
Lo cierto es que, olvidando esas ideas y el episodio del Amanecer, ese mismo cliente otra noche —sabatina esta— se dispuso a visitar otra de las cremerías que en Bayamo, edén de la gastronomía cubana, deslumbran a cualquiera por su fachada: La Luz.
Hizo la cola, vio llegar después de él a decenas, miró el cartelito que anunciaba una extensión del horario el fin de semana hasta las «10:40 p.m.». Y se alegró de eso y hasta chistó viendo la lentitud del servicio, pero sabiéndose un comensal indiscutible. Sin embargo, justo cuando iba a pasar, cuando su nariz ya había traspasado la puerta encristalada, una compañera le dijo alegre y placentera, como si estuviera en la pradera: «Oiga, terminamos ya, son las diez y cuarenta». Y se quedó en cortocircuito, sin poder cantarle las cuarenta y sin ninguna luz.