Con frecuencia oímos la frase que justifica, aparentemente a salvo de cualquier reproche moral, un ceremil de mordiscos y mutilaciones en la piel del Estado: lo del Estado no tiene dueño. Porque, según esa cuenta, un propietario masivo, generalizado, unánime, se trueca en un dueño inexistente.
Dueño, para cierta gente de manga holgada, es el Único, el Solo, el Privado. Y, así, desviar, maltratar lo del Estado, no equivale a transgredir, perjudicar. Así, hurtar en el almacén, o en la misma línea de producción, el cigarro, el yogur, el ron, el azúcar, el huevo, el pollo, el cable, no supone violar los bienes ajenos. Pues, para ser acusado de apropiarse de lo que pertenece a otro, el otro tiene que ser una persona. De cuerpo tangible y visible. Con ropas y apellidos. Y usted me dispensa, dicen, pero el Estado no es una persona. ¿Y qué será? ¿Tal vez, un fantasma?
Hasta ahí una cara del problema. Veamos la otra, también conocida y quizá no tan reconocida. Ciertas personas creen justificada su conducta contraria a las leyes y la moral, porque a fin de cuentas «no nos pagan justamente nuestro trabajo». Al menos, en estas circunstancias del país, hay un descuadre «entre lo que me pagan y lo que cuesta solventar mis necesidades alimentarias y de otra índole»… Lo sé. Vuelvo a recalar en temas resabidos y manoseados. Pero he dicho arriba que, a pesar de su evidencia, no siempre se les reconoce como elementos que pueden explicar lo que a veces se explica por argumentos escasos de objetividad, como creer que la baja productividad se remite a que los trabajadores son holgazanes y malagradecidos.
En efecto, aparte de que algunos metan guantes de seda o la mano sucia en los bienes que producen, también trabajan poco, por lo poco útil de sueldos y salarios, y porque —es a mi parecer lo esencial— trabajan y viven al margen del sentimiento de propiedad. Y ese sentimiento tan inaprensible en la actual organización económico laboral, influye hasta en el comportamiento de los directivos y administradores. ¿Acaso estos se sienten propietarios? Si lo fueran, si al menos sintieran el compromiso de la copropiedad no cometieran los errores que a veces estropean recursos y creadoras intenciones. ¿No vimos esta semana en la prensa los dislates cometidos en la última zafra? Los propietarios verdaderos suelen sentir como suyas las pérdidas —realmente han de perder— y por tanto tratan de decidir lo más correcto y exigir que se apliquen las decisiones con la mayor certeza y máximo rigor.
No parece, pues, que entre trabajadores, técnicos y administradores —reconociendo la honradez personal de muchos— esté cimentado el sentimiento, que no sentido, de propiedad socialista. Lo más común es que, en ciertos lugares, entre todos exista el divorcio del trabajo y el medio de producción. Porque vengamos a tener en cuenta otro aspecto. ¿Por qué ve uno a individuos poco preparados ejerciendo funciones de dirección, incluso entre los que deben supervisar? No me acusen, ahora, de subjetivo. Quien de verdad ame su espacio de propiedad socialista y está comprometido con él y no se crea un privilegiado señor que actúe por encima de leyes y obligaciones políticas, buscará promover al más apto para que lo acompañe en la búsqueda de la eficiencia, la eficacia y la efectividad, trilogía inseparable. Y no, quizá, exaltará al más anuente, al menos autónomo, al menos capaz de decir lo que piensa en el momento que ha de decirse.
Hemos de seguir, a mi modo de ver, conceptuando y defendiendo al Estado socialista como garantía del equilibrio social, de la independencia, de la justicia. Pero hemos de recordar una vez más que ningún aparato propagandístico logrará que la propiedad estatal se socialice, se haga conciencia numerosa, si no se organiza como un pedazo de cada uno dentro de la colectividad. Lo particular en lo general. Vamos, no resulta difícil comprenderlo: convertir eso de trabajar para el pueblo, en el trabajo y el control decisivo del pueblo. Y alguno dirá que le ha sido fácil al periodista decir lo dicho; difícil es hacerlo. Cierto. Pero tan difícil como ello es sufrirlo y esperar sin decir… a que se haga.