Uno de los grandes filósofos de la humanidad dijo, más o menos, que si el hombre pensara no hablaría, para connotar cómo el razonamiento debe preceder a lo que se va a expresar y, de este modo, la sensatez evitaría tantísimas boberías que escuchamos lo mismo a pleno sol que bajo techo.
Desconocen la clásica frase los tiradores de esa palabrería hueca y repetitiva que nada aporta, a no ser el bostezo y la sonrisa abierta o solapada, según el parlante y las circunstancias.
Son personajes a los que les encanta hablar por hablar. Y los hay de varios tipos. Están, en primer lugar, quienes prefieren la muerte a «irse en blanco», sin decir nada, en una asamblea, reunión o una simple tertulia en cualquier esquina. No hay quien los pare. Muchos utilizan, invariablemente, la muletilla de «bien señores, como les decía…». Y allá va una sarta de palabras conocidas hasta la saciedad.
El «traductor» resulta uno de los personajes más pintorescos. Se autoconsidera como «un bicho» en el sentido popular de la expresión, cuando realmente lo es pero en las otras acepciones del vocablo.
Casi siempre deja pasar dos o tres intervenciones antes de levantar el brazo. Entonces, ante el asombro general, sin sonrojarse siquiera, repite lo mismito que dijo quien le precedió en el uso de la palabra. Hace énfasis para destacar que el compañero quiso decir tal o más cual cosa, como si el auditorio fuera analfabeto o aquel hubiera hablado en chino.
Los hay también que se apropian de lo ajeno para esgrimirlo como propio. Y repiten, repiten y repiten conceptos sobre determinado asunto y sus causas y efectos, que todo el mundo conoce al dedillo.
El hablador extremista resulta otra especie de anjá. ¿Cuándo se extinguirá? Ve sombras por todas partes y se parapeta en posiciones retrógradas. Discrepa en lo que sabe más lo que imagina, y en esto se le va la mano. Hace daño —cómo no— a pesar de que la historia y sus protagonistas célebres los calificaron hace muchísimos años con un calificativo lapidario: oportunistas.
Y qué decir del disertante cauteloso, primo hermano del extremista, en su misma sintonía, pero diferente de aquel en que jamás asume una posición radical, sino que está arraigado en los conceptos preestablecidos. Detesta alinearse con lo que implica una nueva idea o significa un cambio mientras carezca de aval. Son, por esencia, complacientes con los de arriba y con los de abajo, porque temen opinar, decir realmente lo que piensan y sienten.
En el muestrario tampoco podía faltar el que asume los resúmenes, de manera extraoficial, de asambleas, reuniones o tertulias en las que participa. Sin el permiso ni la aprobación de nadie y llegado el momento, agarra el micrófono para esgrimir la frase manida: «Creo que mis compañeros estarán de acuerdo conmigo en que ha sido un excelente encuentro».
Y seguidamente nos espeta un compendio amplio, por supuesto, de casi todo lo expresado, alabando —claro está— los fragmentos dichos, ya usted sabe por quiénes.
¡Cuánto tiempo hacen perder todos estos personajes que, además, disfrutan como nadie de las reuniones! Sin estas se sienten frustrados, aunque le amarguen la existencia a la mayoría, que va al grano y a pecho abierto expone su criterio, sin ningún temor a la discrepancia. En definitiva, la sociedad en sí misma refleja, exactamente, por dónde va la vida real, y no la imaginada.