¿Cómo no había visto antes esa imagen? Es Julio Antonio Mella en el año 1928, acostado sobre la hierba, con los ojos cerrados, con el torso desnudo y un brazo delicadamente extendido hacia delante, por cuyo gesto queda una axila al descubierto y se produce una revelación finísima de la textura de la piel y las vellosidades que la pueblan.
Son las mismas pestañas conocidas, el brillo en el mentón firme y en el pelo ensortijado. Son los mismos labios delineados y carnosos. Pero la pose sobrecoge: es la belleza serena y desplegada, y la prueba de que un revolucionario tan intenso y fecundo, tan intransigentemente plantado en su antiimperialismo y amor patrio, no concebía una vida mejor, un mundo futuro, sin la premisa de lo bello como derecho legítimo, no como herejía o detalle suntuoso.
Para contemplar la estampa aludida, habrá que tener como destino el Pabellón Cuba de la Rampa habanera, y transitar por un túnel rojo donde habita una exposición fotográfica en homenaje a Mella y a Tina Modotti, la mujer que acompañó al joven en sus últimos meses de existencia, y que iba colgada de su brazo cuando en 1929 balas a traición lo derribaron sobre una calle fría en la Ciudad de México.
Muchos saben que Tina fue la última novia de Julio, que la primera impresión mutua fue fulminante. De lo que casi nunca se habla es de la militancia tan profunda de ella, curtida en el mundo obrero, y de su gran talento como fotógrafa. Por eso la galería homenaje —cuya idea original es de Alfredo Guevara; y ha contado con la colaboración de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y la Escuela Internacional de Cine y Televisión— muestra las armas de una creadora que logró atrapar el verdadero rostro de la nación mexicana, los juegos de sombras y luces donde palpitaba la esencia de un pueblo, desde un azulejo colonial, hasta murales de José Clemente Orozco, Diego Rivera, o David Alfaro Siqueiros.
Maravillan los iconos, en blanco y negro, en los cuales se da fe de cómo el obturador de Tina buscó esencias en rosas, nopales, cañas de azúcar, en cierto papel de plata arrugado, en hombres, niñas y niños, en manos lavando ropa, o manos de titiritero, en gradas de un estadio, en la lucha de los obreros y los campesinos, y en la expresión de rostros como el de Julio, cuyo perfil tenemos hoy gracias al empeño de la artista.
Mientras se pasa revista a detalles que trascendieron gracias a ese «no tiempo en el tiempo» que es la fotografía según un amigo entrañable, resulta inevitable pensar en la suerte de dos «muchachones que se amaron», como ha dicho Alfredo Guevara, quien por cierto dedicó a cada uno, hace unos días, frases preciosas.
De Mella, ha expresado que «fue un mago: en poquísimo tiempo hizo de todo. Construyó estructuras de lucha antiimperialista; participó del apoyo a Sandino; fundó la FEU y el Partido Comunista, participó de la I Internacional… Y no duró nada, pero eso que duró vale por mil años». Y sobre Tina, dijo: «resultó ser una de las más grandes fotógrafas de la historia de la Fotografía, la primera mujer reconocida como la superfotógrafa, la que da lecciones. Fue actriz de Hollywood, modelo de Edward Weston, se atrevió en su época a posar como vale la pena hacerlo si uno es una estatua viviente».
Ella dejó para la posteridad, en un Manifiesto, sus principales ideas como creadora. «Me considero —declaró— una fotógrafa y nada más, y si mis fotografías se diferencian de lo generalmente producido en este campo, es que yo precisamente trato de producir no arte sino fotografías honradas, sin trucos ni manifestaciones».
«Te quiero, serio, tempestuosamente. Como algo definitivo». Vuelve como una ola, desde el pasado, la declaración amorosa de Julio a Tina, porque la memoria nuestra guarda esas palabras, o porque ellas pueden ser leídas sobre la pared roja de la galería, como señal de que también la pasión es imprescindible para hacer el mundo que nos urge.