Shakira fue presentada sin muchos aplausos en medio de aquella calle cubana. Inmediatamente soltó uno de sus éxitos y empezó a mover costillas y glúteos, algo que provocó la aprobación gesticular de los presentes.
Más tarde subió a la acera que servía de escenario Daddy Yankee, cantando más con las manos que con la boca. Finalmente actuó un grupo danzario con una coreografía imperfecta, digna de olvido.
No recuerdo otros momentos del espectáculo porque ya ha caminado el almanaque. Lo cierto es que aquellos niños imitadores, instruidos por algún mayor, ofrecieron su «arte de allá» como ofrenda a un Día de la Cultura Cubana (¿?).
Quién sabe si fue una función fortuita, quién sabe. Sin embargo, de lo que no cabe duda es que en ese hecho aparentemente intrascendente, subyace una amenaza: en determinados contextos —en los que no de debió faltar lo nacional— se nos extravió lo nuestro, lo propio, lo autóctono.
A veces, por eso, aparece la idea de que vamos perdiendo ciertos símbolos, alegorías estremecedoras... emblemas que nos distinguieron.
En otro tiempo, para esa fecha marcada, por ejemplo, Shakira y el Daddy hubieran sido, sin negarles posibles méritos, artistas de «relleno». En otro tiempo no hubieran faltado, en las voces infantiles, los versos hondos y sencillos de Martí en La Guantanamera, ni aquel estribillo con olor a verde: «quiero un sombrero/de guano, una bandera/quiero una guayabera/ y un son para bailar».
Pero estamos en la modernidad, matizada por la consabida globalización, por los MP..., los DVD y otros DI. Y esa señora a veces nos amenaza con arrancar estandartes nacionales para entronizar otros ajenos.
Como dice el colega José Aurelio Paz, el alma de una nación no habita en una prenda ni en dos o tres cosas parecidas. Sin embargo, como señala él mismo, en ocasiones —a riesgo de parecer lapidarios— se tiene la impresión de que algunos distintivos de cubanía se nos esfuman o confunden. Y eso lacera.
Si ahora mismo convocáramos a una fiesta multinacional ¿cómo pudiéramos demostrar, con una vestimenta típica y no con cuentos de Pepito que somos genuinamente cubanos? ¿Qué canción tararearíamos de memoria sin equivocarnos?
Y si preguntáramos ¿qué es lo cubano?, algunos se aparecerían con un tabaco inmenso y dos tragos de ron. Nada más. Esos estigmas que nos fabricaron otros para vendernos como pan caliente también duelen.
Cuando hace poco alguien comentó la posibilidad del lanzamiento de una Línea Cuba en el vestir, para estimular la identificación de los jóvenes con su país, después de la alegría sobrevinieron las interrogantes: ¿Y qué será? ¿Cómo será?
Un país late con sus símbolos; crece con ellos, se hace espuma o peñasco por ellos. Y de vez en cuando hay que ir tras su pista, sin inventarlos. No es que a cada rato estemos llamando al tocororo desde los pupitres ni peinando las palmas reales en cada dibujo o pieza musical, tampoco hemos de andar regando mariposas en la nocturnidad ni cantando siempre sones con los que bailó el abuelo. Se trata de viajar, diariamente y sin forcejeos, a las raíces sagradas; de santificar todo aquello que nos debería estremecer sin imposiciones, primero que cualquier receta traída de «allá» dentro de un globo.