El presidente checo, Vaclav Klaus, está gozando su minutico de gloria: todos los demás líderes de la Unión Europea esperan por él. Hasta el primer ministro sueco, Fredrick Reinfeldt, al frente del bloque comunitario durante este semestre, lo llama una y otra vez al Castillo de Praga, y como en la canción de Rubén Blades, el viejo Klaus susurra a su ayudante: «¡Dile que no estoy!».
¿Por qué ese juego a los escondidos? Fácil: porque no quiere que le toquen la tecla de que es el único que falta por firmar el Tratado de Reforma de la UE (Tratado de Lisboa), el texto que se encargará —pecados sociales y bélicos aparte— de agilizar el funcionamiento del bloque, al dotarlo de un sistema de votación por mayoría —y no por la a veces molesta unanimidad— en decenas de materias, y de crear dos figuras: un jefe de Exteriores que hable por toda la UE, y un «europresidente», que sustituirá la rotación semestral por países, aunque aún no se sabe muy bien cuáles serán las tareas específicas con las que se ganará el pan.
El viejo Klaus, apodado el «Margaret Thatcher de Europa central» por su desmedido entusiasmo capitalista, y quien es un convencido de que el calentamiento global es «un mito» con el que la actividad del ser humano no tiene nada que ver, hace como en el refrán: «Compró pescado y le cogió miedo a los ojos», pues fue bajo su primera presidencia (2003-2008) que la República Checa ingresó en la UE, y es él quien, ahora, ve en el Tratado de Lisboa el peligro de un «Estado paneuropeo», donde las naciones se difuminarían.
Pues bien, algo es interesante en la UE: que un solo país —no importa si es fundador o recién llegado, extremadamente rico o necesitado de ayudas— puede vetar un proyecto que afecta a todo el bloque. Ahí no hay mayorías que valgan. Y por ello la firma de Klaus alcanza tan buena cotización.
Además de la excusa del «macroestado», el mandatario checo se ha agarrado a un clavito de última hora: la República Checa no firmará a menos que se le excluya de la Carta de Derechos Fundamentales anexa al Tratado, de la que ya se exceptuó a Gran Bretaña y Polonia, por causas diversas. Klaus dice temer que los ciudadanos alemanes expulsados de los Sudetes tras la Segunda Guerra Mundial, utilicen la Carta para reclamar antiguas propiedades o indemnizaciones.
Los reclamos infringirían los conocidos Decretos de Benes, por Edvard Benes, presidente de la entonces Checoslovaquia, quien en 1945 avaló la expulsión de la mentada zona montañosa de unos tres millones de personas de origen germano, cuyos ancestros habían sido colonos allí desde que Praga era de palo, ¡o sea! desde el medioevo.
Cuando el ejército de Hitler se anexó los Sudetes en 1938, muchos de estos alemanes se adhirieron al régimen nazi, por lo que al fin de la guerra se les expulsó hacia Alemania y Austria. Solo quedaron unos 250 000, permitidos porque no tenían vínculos con el fascismo, aunque la mayoría se marchó después. Un censo de 2001 arrojó que solo quedaban en Chequia unos 40 000 habitantes de etnia germana.
Esta es la historia. Ahora veamos si el Consejo Europeo del 29 y 30 de octubre cede ante Klaus. En verdad, no me queda claro el beneficio de que eventuales demandas remuevan los cajones del pasado —ya las hubo, y los tribunales checos las desestimaron por la vigencia de los Decretos de Benes—, pero sí veo con suspicacia que ahora, porque «me pica aquí y me rasco allá», la Carta de Derechos Fundamentales deje de aplicarse en otro Estado más. A la larga, ¿contra quién irá enfilada la excepción: contra el descendiente de alemanes, o contra cualquier ciudadano que desee apelar a la UE porque sus prerrogativas son violadas en suelo checo?
Que Klaus lo aclare, si puede. ¡Y que conteste el teléfono!