Cuando el entusiasmo se aviva y cuaja en colectivo es capaz de ensancharse en la cabeza y comprimirnos el cerebro hasta hacernos añicos lo racional. Desde luego, ya hoy, después de más de veinticinco años, puede contarse con total licitud y jocosamente, una historia que «en paz descansa».
Tuvo que ser un selecto club —quizá con alguna que otra neurona tranquila— el que en noviembre de 1972, en medio de la agitación característica de unas elecciones estudiantiles en la Universidad Central de Las Villas (UCLV), convirtió por horas el vestíbulo de la biblioteca principal en una funeraria.
Sí. Había «fallecido» uno de los alumnos más entusiastas de la entonces Facultad de Ciencias, a quien todavía recuerda con una cuota de nostalgia y furia el doctor Nilo Castañedo Cancio, otrora decano de la institución a la que pertenecía el joven «difunto».
Al conocerse la noticia, enseguida aparecieron los ataques de llanto, los pañuelos húmedos, los ramos de flores, las lamentaciones: «Pobrecito, si era tan bueno...».
Desde bien temprano sus condiscípulos organizaron una guardia de honor alrededor de un retrato del «fallecido», pues el cadáver sería velado en otro sitio al que acudirían solo su familia y dolientes más cercanos.
Había razones para sentirse conmovido. ¿Qué profesor no sufriría la desaparición repentina de un alumno excepcional? ¿Quién no lamentaría perder de improviso a un compañero de grupo, a un reconocido activista de la FEU, a un excelente candidato de cercanas elecciones?
Para algunos de sus camaradas quedaba el consuelo de que lo estaban honrando en el lugar que él invariablemente hubiera escogido: su universidad.
Hasta un viceministro de la Educación Superior, de visita aquel día en la UCLV, transmitió sinceras condolencias a los sufrientes. No era para menos. Vivía la institución una de sus jornadas más luctuosas.
Pero como si no hubiera pasado nada, al filo de la tarde irrumpió de sopetón en la UCLV una conga que estrepitosamente arrollaba hacia la biblioteca.
En hombros, los pachangueros traían a alguien, aunque así de pronto pocas personas creyeron que aquel muchacho al que un grupo de estudiantes exhibía con euforia mientras coreaban «Uno, dos, uno, dos, el muerto resucitó», había sido el motivo de tanto sollozo.
Con aquel velorio la Facultad del «simpático» alumno pretendía anotarse unos puntos en la fraternal competencia eleccionaria. ¡Qué lástima que no pudo ser así!
Tamaña iniciativa desató rabias incurables. A los pocos días, el nombre del supuesto cadáver desapareció de las listas de matrícula de la UCLV. Su acta de defunción estudiantil registró una grave indisciplina.
A más de un cuarto de siglo del entretenido paripé, la lógica del recuerdo quebranta la ilógica de algunas pasiones. Cuidémonos de que el ingenio no nos convoque a cometer locuras como las de aquel supuesto difunto. Aprendamos que la originalidad también se forja con sentido común.