La reflexión del viernes pasado sobre nuestra tendencia a absolutizar la polémica o el debate, ha gestado una especie de discusión interna. De cuantos han acusado su lectura mediante mensajes o comentarios, la mayoría estima que tengo un grano de razón en lo referido a la idea central: los cubanos, por momentos, no sabemos debatir. Nos convertimos en maquinarias intransigentes intentando anular al otro con imposiciones e insultos. Es así, dicen, porque carecemos de la manida «flema y el humor ingleses». Y muchos de nosotros carecemos de educación. Hemos de admitirlo, aunque duela.
Una de las manifestaciones de la falta de urbanidad —eso, que yo sepa, que ya no enseñamos— es la renuencia a escuchar. Pero hablemos primeramente de la ausencia de esas normas sociales que regulan las relaciones entre las personas y se fundamentan en el respeto al semejante. Los niños deben de aprender que por la estación del respeto recíproco empieza la larga y a veces tortuosa ruta del saber «llevarnos bien», como suele decirse sin muchos miramientos teóricos. Llevarnos bien, es decir, respetarnos respetando incluso las diferencias, que son múltiples.
Escuchar, pues, es una de las manifestaciones básicas de las consideraciones que nos debemos mutuamente los seres humanos. Cierta vez, uno de mis alumnos leía el periódico mientras el profesor hablaba. Me le acerqué y le dije: La primera virtud de un periodista es la buena educación; no olvide que usted, como dijo Kapuscinski, va a necesitar de la ayuda de muchas personas. Por lo tanto, aunque no le importe lo que digo, simule que me escucha…
Y de ello, de no hallar expresiones atentas, al menos aparentemente interesadas, se quejan algunos de los lectores de estas notas. He ahí una de las dificultades. Hemos dicho que cierta gente no habla en las asambleas o reuniones, porque asume como propio el juicio dominante en la conducción del debate y levanta luego la mano para apoyarlo. Hemos nombrado esa actitud: unanimidad, que en su mayor peso resulta aparente. Pero por momentos algunos callan, porque creen inútil decir algo. Al menos la mesa directiva no envía señales de interesarse por cuanto escucha. Puede ser que los compañeros que enrumban el diálogo y conceden la palabra, crean estar escenificando un acto teatral, filmando un guión cinematográfico. En fin —parecen pensar— nada de cuanto se diga aquí va a resolver los problemas, pues los problemas se resuelven desde «arriba».
No exagero. Pero el desinterés es lo menos dañino de cuanto ocurre en medio de un debate colectivo. He tenido la fortuna de asistir a muchos y escuchar atentamente para resumirlos. Entre lo más grave figura un acto desvinculado del socialismo y la democracia, al menos de cuanto significan ambas categorías entre nosotros: que alguien mande a callar a un participante echando por delante su poder: «Usted no puede decir eso aquí». Esa intolerancia, ese ejercicio de la autoridad basado en pergaminos burocráticos es lo más limitador de cuanto pueda ocurrir en una de nuestras asambleas y reuniones.
Algunos de mis corresponsales plantean que en una discusión o polémica, no es imprescindible que alguien tenga la razón total. Parece justo. La razón es ubicua, esto es, puede estar en parte aquí y en parte allá; en uno u otro lado, hablando desde luego en términos afines. La convicción de que no discuto para tener la razón, sino para tratar de encontrarla entre la pluralidad, ha de ser, así, la línea discursiva predominante. Y para ello se precisa escuchar y oír. Porque escuchar es un gesto de urbanidad. Y es un acto de inteligencia política, lo mismo cuando un hijo nos habla que cuando un vecino o un subordinado nos da una queja. Sin embargo, oír es mucho más: oír es la evidencia de que cuanto digo va a ser tenido en cuenta. Es verdad que en un centro de trabajo no se podrán resolver ciertos problemas si antes no se han resuelto otros de modo general. Lo táctico muchas veces dependerá de lo estratégico. Y escuchar y sobre todo oír es también un modo de salvaguardar y acrecentar los valores de lo estratégico. ¿Me oyen, eh?