Ante la proximidad de un nuevo curso escolar, un matrimonio de investigadora científica y médico adquieren para su hijo un par de tenis que les cuestan 13 CUC, obedeciendo a dos criterios inobjetables: la utilidad y la posibilidad dictada por la billetera. Sospecho que a fuerza de tanto combatir a brazo partido por la vida humana ambos aprendieron a distinguir lo perdurable de lo pasajero, lo esencial de lo banal.
Pero al llegar a casa descubren que el «fiñe» todavía no se ha apropiado de ese diáfano sentido valorador, tan necesario para una existencia equilibrada, y enfrentan un clásico berrinche, porque para el pequeño sus puntos de referencia son otros, radican en una puja, trasladada a las aulas, por consumir marcas costosas, a la que unos padres pueden hacerle el juego con facilidad, mientras que a otros se les empuja a un esfuerzo económico descomunal para no quedar detrás.
La anécdota real me trasladó en la memoria a otra ciudad de este mundo, donde en el trotar profesional encontré a un compatriota afanado en comprar varios relojes de pulsera llamativos para su hijo, aún por entrar en la enseñanza primaria. Su respuesta a una irrefrenable —y admito que entrometida— inquisitoria, me sobresaltó: «si no lleva un reloj con “onda” queda mal».
¿Será entonces que en la trampa del consumismo enajenante, en la que padres arrastran a hijos, los escolares y futuros ciudadanos mirarán hacia los pies y los brazos de sus condiscípulos para observar qué llevan, antes que a los rostros de humana revelación, y que los objetos empezarán a ganarle la contienda a los valores?
No hace tanto, si medimos en décadas anteriores más generosas, la regla del uniforme se cumplía con rigor hasta en aquellos rústicos calzados negros que las abuelas solían lustrar con amoroso empeño en una atmósfera de sencilla calidez familiar, para propiciar un sentido de disciplina, identidad y pertenencia grupal.
Sobre todo contribuía a reducir las diferencias individuales en el aula a sus verdaderas esencias: a la aplicación, el rendimiento y la constancia en el estudio y el aprendizaje, a la más pronta adquisición de hábitos y conductas socialmente apropiadas, lo que realmente prepara para la vida, incluida la aspiración legítima al bienestar bien ganado.
Cada quien puede sentirse libre de creer en lo que llamamos modas y, si se quiere, sobredimensionar los objetos de consumo, y hasta prenderle velas en un altar a la falsa prosperidad simbolizada, pero la escuela como espacio forjador debe quedar a salvo, respetando sus normas formativas o recuperando las que dejamos extraviar, embrujados por las trampas.
Aun en Estados Unidos, meca del consumismo enloquecedor, investigadores sensibles y preocupados expusieron hace poco el fenómeno en un excepcional tramo televisivo. En la indagación viva, se presenta una criatura abrumada, confundida, desorientada, ante una avalancha irrefrenable de bienes superfluos, mientras la madre pródiga daba como única razón de su desatino la pretensión de que la amen.
Como si el amor filial y el respeto se vendieran y compraran en un mercado, tal vez la punta más afilada y venenosa de la trampa.