Funcionarios de EE.UU. tratan de apagar el fuego que provoca la incrementada presencia de sus militares en Colombia, aunque el incendio real aún no empezó
Solo falacia podía encontrarse en las «argumentaciones» con que funcionarios del Departamento de Estado, de la Defensa, e incluso militares norteamericanos de alto rango, tratan a última hora y a la carrera de ocultar los objetivos que persiguen certificando —con firmas, autorizos e inmunidades incluidas— el posicionamiento de sus militares con aviones, naves y radares en siete bases de Colombia. Habrían podido dejar en casa la parafernalia bélica… y ahorrarse las explicaciones.
En verdad, las declaraciones dejan entrever un hipócrita sentido de urgencia que poco caso tiene cuando muchos comentan que el acuerdo entre Washington y Bogotá está a punto de firmarse ya, y algunos hasta aventuran que de este fin de semana no pase… O quizá por eso mismo sea.
Son tan vacuas las explicaciones que parecen obviar la inteligencia y, sobre todo, la terrible experiencia de América Latina. Otra vez la justificación sobre el tapete es la vieja cruzada contra el narcotráfico, mampara para la intervención que en nada ha hecho disminuir el negocio del tráfico ilegal de estupefacientes.
Así que solo quedaría preguntarse si lo que a esos funcionarios preocupa es la animadversión que el convenio le gana a la nueva administración estadounidense en la región, y la unidad antiimperialista que refuerza, o si lo molesto ha sido que tan rápido se develara la misma burda y agresiva manera en que aquellos piensan seguir tratando a sus vecinos del Sur.
Los intentos de minimizar los hechos llueven. Sorpresivamente, uno de los más «condescendientes» ha sido un militar, el vicejefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., general James Cartwright, quien «admitió» que su país debía aclarar mejor los proyectos en Colombia pero, ¡ojo!, habló solo de explicarle «a los aliados».
Menos persuasivo, el titular de Defensa, Robert Gates, dijo que «virtualmente todos los esfuerzos antinarcóticos que llevamos a cabo en América Latina son en alianza con otros países», y enfático sentenció que «esperamos continuar con ellas».
Con iguales deseos de «apaciguar» se condujo el subsecretario adjunto de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Christopher McMullen, en entrevista concedida al periódico ecuatoriano El Comercio, al que afirmó que se trata «apenas» de regularizar la asistencia a Colombia. Pero encendió las luces de alarma al agregar que quieren estar allí por si hay «una emergencia humanitaria, un desastre, ¡más problemas con las FARC o con otros grupos irregulares!».
Totalmente tajante, sin embargo, el portavoz del Departamento de Estado, Philip Crowley, echó al piso todas las excusas al apostillar que se trata de un «asunto bilateral», con lo cual quiso apagar las velas que los países latinoamericanos tienen en el sepelio.
Más allá de los apagafuegos, lo cierto es que el propósito yanqui de entronizarse —regularizadamente, como dicen ellos— en el corazón de América Latina, resulta un hecho, y ello supone un aumento preocupante de su capacidad intervencionista en Latinoamérica.
La previa aprobación por la Casa Blanca de 46 millones de dólares solo para acondicionar la base aérea de Palanquero —la mayor y con instalaciones envidiables— habla ya de la antelación con que se gestó el aseguramiento, y de la magnitud de los propósitos. Eso, sin contar lo que podrían destinar a las otras seis. Pero quizá resulte aún más elocuente conocer que el presidente Obama ya decidió prorrogar el programa de interdicción conocido como Denegación de Puente Aéreo, que supuestamente debe detectar «aeronaves civiles sospechosas de traficar con drogas» —según explicó el jueves la Casa Blanca—, aunque esté dotado de artefactos, aviones y armamentos para cualquier otra acción.
… Y, mientras, pretenden desarticular la resistencia a tanta amenaza e injerencia, apenas con engañifas.