Persuadido por un asiduo lector, reencaminé mis pasos por lo que fue durante algunos años una ruta diaria hacia el trabajo, que comenzaba en la parada de ómnibus de la intersección de las calles Línea e I, uno de esos espacios de coyunturales encuentros sociales en los que circulan estados de ánimo, opiniones y expectativas vertidas. Allí coincidíamos cada mañana, colegas de redacción, viejos conocidos y otros nuevos que surgían en la circunstancia de la espera y el precario abordaje del transporte público, mucho más azaroso que hoy en aquellos críticos años de los 90.
Ahora me resultó difícil encontrar a los de antes debido a la indetenible movilidad social, y tampoco di con el frondoso almendro que nos cobijaba a todos, reunidos como en haz, de nuestro siempre abrasador sol. Ya no es el mismo árbol, ahora con una patética desnudez premortem. En su corteza muestra incisivas laceraciones infligidas por algo o alguien para apresurar el declive. Quién sabe si para que los frutos y las hojas caídos, de un ciclo tan natural como la vida misma, dejaran de molestar, o tal vez para que no se escucharan las voces del encuentro humano.
Y como el sol sigue siendo el mismo, pero al parecer más intenso en tiempos de calentamiento global, el público que espera, constituido en parte por pacientes del cercano hospital de Maternidad y miembros de la ANSOC, es empujado hacia la acera opuesta, en búsqueda de alguna sombra de una mole de concreto. Y si el transporte se aproxima, se cruza impaciente y hasta temeraria y peligrosamente, casi en tropel, una de las avenidas de mayor circulación vehicular de la capital.
Las circunstancias suelen encadenarse, y no hay por qué provocarlas cuando las acciones individuales se guían por un horizonte visual que no sobrepase la distancia de las propias narices, cuando se tiñen del desamor respecto a los otros, porque ese tapiz de la gran solidaridad que solemos exaltar, también se trama desde los más simples gestos cotidianos de consideración y generosidad. Si dejamos que el desamor nos invada, el alma se nos pondrá mustia como el almendro agredido.
Una colega me contaba que al pie de su edificio de residencia, felices propietarios de un automóvil le habían instalado al vehículo una alarma descontrolada que invadía a cualquier hora inesperada el descanso y el sueño de los inquilinos. Requeridos por ella, los causantes ofrecieron por respuesta algo así como que no podían hacer nada, que «no es mi problema», una insultante explicación que se repite con una frecuencia que alarma. Y el asunto se saldó solo cuando se les advirtió que se llamaría a un número telefónico establecido para reportar contravenciones a legislaciones ambientales.
No me cabe la menor duda de que junto a la indispensable educación ciudadana persuasiva, constante y sin desmayo, se requiere por igual de la disuasión enérgica de la ley y el orden social indispensables para echarle una mano a la cultura de la solidaridad corriente, para cerrarle el paso al desamor y a la corrosiva permisividad generalizada.
Será que contamos o contaremos con un similar canal de acción legal para proteger la vida de los árboles, destinados a protegernos, con sombra, fresco, frutos, en un mundo ambientalmente amenazado, para que nos siga cobijando y propicie los encuentros, siempre tan necesarios.