A menudo me confundo. No sé a ciencia cierta si acompaño a Alicia, la chica del clásico literario de Lewis Carroll, en su aventurado viaje por laberintos sorpresivos y visiones invertidas de la realidad, o realizo mi propio periplo tropezando con inesperadas coordenadas.
Si me veo precisado a tomar un vehículo de alquiler aguardo a que su conductor me pregunte hacia dónde necesito ir tal como aprendí a lo largo de mi vida. Pero el inmediato fiasco me aconseja proceder de otro modo. Y entonces corro tras el auto, jadeante y anhelante, implorando en secreto que se dé el prodigioso milagro de que mi necesidad de transportación y el interés del chofer se encuentren armoniosamente. Le pregunto hasta con timidez: ¿hacia dónde usted va?, para recibir su primera y última palabra sentenciosa que casi siempre me hunde en el fracaso.
Resignado opto por una ruta interurbana, en la que los tiempos suelen invertirse: primero entran los nuevos pasajeros y después los que se quedan en la parada, sin que para nada cuente el principio físico de que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar en el espacio. Eso además de que a falta de menudos se termina abonando un peso sin vuelto, o en el menos malo de los casos se dé con uno de esos pequeños mercachifles de ocasión que en la parada te cambia un peso por cuatro pesetas, gracias a que parece haber desaparecido el orden de las fracciones.
De fracaso en fracaso me acerco al mostrador de un establecimiento de ventas, y a causa de un instalado reflejo añejo espero que me pregunten: ¿en qué puedo ayudarlo? Pero no, ya aprendí que soy yo quién debo preguntar: ¿usted cree que pudiera atenderme, digo si no le causa inconveniente? Claro que antes tengo la gentileza de no interrumpir lo que se conversa del otro lado, sería muy mal visto, en correspondencia con el abandono de aquel principio de que «el cliente siempre tiene la razón» que probablemente instauraron los célebres comerciantes fenicios de la Antigüedad, reemplazado en los tiempos que corren por el concepto del cliente cautivo.
Sin ir tan lejos, ¿cuántas veces no le hemos dado los buenos días al que llega a vernos, al obviarse el orden de la comunicación interpersonal? ¿Cuántas otras veces suena el teléfono en casa y quien llama se manda a plantear lo que desea, sin preguntar antes si estableció la conexión correcta? Y lo peor es que una vez percatado de su error, en lugar de ofrecer disculpas cuelga abruptamente el teléfono.
Las inversiones de la lógica tienen múltiples manifestaciones y escenarios, en este trayecto con Alicia y sin ella. Unos menores y otros de mayores consecuencias. Puede ser, por ejemplo, el lanzarse a ejecutar reformas constructivas de viviendas sin un previo veredicto experto que garantice que no habrá riesgos de futuros y fatales desplomes. La práctica invertida se expresa en ejecutar primero y resolver el dictamen después, y si es preciso al precio que sea. Para tratar de ser justo, muchas veces los absurdos procedimientos burocráticos, con sus dilaciones desesperantes y agujeros de corrupción, propician ese panorama de «patas arriba».
Sería lo mismo que el paciente pretenda dictarle al médico el diagnóstico que cree y los medicamentos y tratamientos que requiere, o acometer proyectos sin tomar en cuenta antes de qué presupuesto se dispone, o realizar inversiones sin haber asegurado que se dispondrá de todos los recursos que lleva para que semejantes procesos no se detengan.
Siempre será incómodo y pernicioso andar de cabeza.