Este, el del primer ministro italiano Silvio Berlusconi, es el típico cuadro de un sujeto que, con esa edad a cuestas, se niega a admitir lo inevitable. «No sabe envejecer», resume el ex fiscal Antonio di Pietro, líder del partido Italia de los Valores. Es por ello, por un problema sencillamente de inmadurez, que el Cavaliere se da licencias propias de adolescentes impetuosos, necesitados de pasiones excitantes, tormentosas.
Y es por eso que ya no podría, si se lo propusiera, llegar a presidente de la República. Al menos no mientras sigan saliendo a la luz pública testimonios como el del principio de este texto, brindados a las autoridades por una prostituta de lujo, Patricia D’Addario, y reproducidos por el diario español El País.
El puesto de mandatario de la República Italiana es esencialmente protocolar, pues el poder recae en el primer ministro. Casos similares hay en Alemania e Israel, y con otras diferencias sistémicas, en las monarquías parlamentarias, como Gran Bretaña, Suecia, España, etcétera. Sin embargo, en todos estos países se supone —insisto: se supone— que quien ocupa la jefatura del Estado es algo así como un paradigma moral, un árbitro entre las rencillas de los políticos, distante de corruptelas y escándalos, en fin, el rostro amable de la nación.
Precisamente anteayer, el inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, presente en Italia para la cumbre del G-8, hizo notar las cualidades del jefe de Estado italiano, Giorgio Napolitano (quien, pese a estas, no es el sol, y muy cercano está el incidente de no haber evitado, en febrero, la muerte de una joven en coma a quien un tribunal determinó retirarle la alimentación): «Merece la admiración de todo el pueblo italiano no solo por su carrera política, sino también por su integridad y gentileza: es un verdadero líder moral y representa de la mejor manera a vuestro país», dijo el norteamericano. Por supuesto que, incidiendo en este último punto, lanzó su indirecta contra quien sintetiza absolutamente lo contrario: Berlusconi.
También él habría querido ser esa «faz inmaculada», para cuando Napolitano deje el cargo en 2013. Así, de paso, podría seguir salvando el pellejo, inmunidad mediante, de las numerosas acusaciones de fraude acumuladas en sus largos años como negociante multimillonario.
Pero al parecer ha tenido un acceso de sobriedad, y ha descartado aspirar al puesto. Tal vez porque los diarios se llenarían de titulares como «Yo dormí con el Presidente», o «¡Qué polvos los del venerable Silvio!».
Lo de los polvos no es, valga la aclaración, una metáfora. Un señor llamado Gianpaolo Tarantini, a quien el primer ministro le dobla la edad, está bajo escrutinio judicial en este momento por —entre otras evidencias colectadas gracias a la intervención de los teléfonos por la policía— inducción a la prostitución y al consumo de drogas, específicamente cocaína. «Fiesta blanca» es el eufemismo con que nombraban este tipo de juergas, organizadas en la residencia del Cavaliere en la isla de Cerdeña y en Roma.
Si se demostrara la validez de esas acusaciones contra Tarantini, no quede duda alguna: Berlusconi, usuario final de todo lo que aquel le servía en bandeja, no será rozado siquiera por el ala de una mariposa. ¡Es Primer Ministro!, ¿lo recuerdan?, y se hizo aprobar una legislación para que, quien ocupe el puesto, goce de inmunidad (prefiero «impunidad»).
Y sí, podrá tenerla, pero ¿quién lo exculpará ante la historia? Cuando desaparezca el encandilamiento ante la ristra de éxitos de este empresario devenido político; cuando la inmensa mayoría de los italianos despierten de esa hojalatera fantasía de prosperidad que aquel emite por sus siete canales telenoveleros y se acuerden de que su país es el de Garibaldi, el de Dante y el de Leonardo, y no patrimonio exclusivo de un vejete inmaduro; solo entonces se hará justicia moral contra el que quizá ya no esté.
Pero aún está ahí. Chupando su tete, agitando su maruguita, y bailando My way con una prostituta.