Ahora que transpiramos tantos problemas domésticos, la noticia económica de estos días, la que ilumina ciertas esperanzas, es la audaz modificación del régimen laboral cubano, aprobada por el Consejo de Estado de la República mediante el Decreto Ley 268.
No quisiera precipitarme en elogios hasta que no vea su aplicación, como que tampoco creo sea lo único que pide a gritos el panorama laboral de este país. Quedan muchos cambios pendientes para desatar las fuerzas productivas desde su principal componente: el capital humano. Pero es evidente que el Decreto Ley 268 hace trizas dogmas y prohibiciones que limitaban el valor y el prestigio del trabajo, como fórmula salvadora de la nación.
Lo más revolucionario ha sido la aceptación del pluriempleo que, por cierto, es algo común en cualquier sociedad, incluso las más ricas. De aplicarse con rigor y justeza, el pluriempleo despertaría reservas productivas, de calidad y excelencia que andan dormidas bajo disposiciones muy rígidas en el entorno laboral. Muchos cubanos eficientes y laboriosos, profesionales, podrían dignificar puestos de trabajo que están vacíos o mal ocupados. De aplicarse seriamente, fomentaría la sana competitividad, tan ausente en el socialismo. De hecho, el pluriempleo pudiera constituirse en un filtro de idoneidades.
También sería una posibilidad para que mejoren sus ingresos personas trabajadoras, honradas y capaces, quienes podrían, en esta versatilidad de funciones, encontrar realización personal en ciertos oficios y actividades, y dignificarlos con su devoción. Al tener esas opciones suplementarias, podría dársele al menos una breve estocada al argumento —más extendido de lo que pensamos— de que hay que introducir la delicada mano y otros «inventos», dado que el salario no alcanza para vivir. De alguna manera, la aplicación de esta figura sanearía un tanto el ambiente.
El otro elemento insólito para los cubanos, que subvierte atavismos, es la posibilidad que trae el 268, de que los estudiantes de cursos regulares de los niveles medio superior y universitario, en edad laboral, puedan incorporarse tempranamente al trabajo, mediante contratos por tiempo determinado que no afecten sus tiempo docente. Aparte del beneficio económico que les traería, tal apertura entraña un vuelco educativo y formador en las tradicionales concepciones paternalistas prevalecientes en nuestra sociedad hacia los jóvenes, que generan pasivos patrones de mantenidos y ausencia de responsabilidades.
El otro elemento renovador es la justa decisión de indemnizar por daños y perjuicios económicos al trabajador, cuando se le aplican sanciones que luego tienen que ser revocadas. En un país en el cual la figura de la indemnización es escasa en las relaciones entre las personas jurídicas y las naturales, la incorporación de este elemento compensatorio y de desagravio tiene profundo sentido democrático, y puede ser un factor de contención a los excesos en la aplicación de la legislación laboral.
El Decreto Ley 268, que abarca otras flexibilizaciones en materia laboral, no va a ser una varita mágica ni mucho menos, si no hay una voluntad de aplicarlo con seriedad. De él seguramente se derivarán regulaciones precisas para su concreción. Pero la garantía de su éxito será, por un lado, el neutralizar la mentalidad burocrática y anquilosada, que hace resistencia a cualquier cambio; y por el otro evitar las improvisaciones y venalidades en su instrumentación. Si solo el trabajo nos salvará, hay que salvarlo primero a él.