Cuenta una historia, encontrada en la Internet, que un funcionario recién nombrado llegó a su oficina. Sobre la mesa, tres sobres perfectamente cerrados y enumerados habían sido dejados por su antecesor con una nota que explicaba: «Solo abrir en situaciones límite».
Dejados por el recién sustituido jefe, los guardó en una gaveta y se dispuso a ordenar el buró, según su nueva «estética», de manera que no quedara traza, visible al menos, del pasado. Pero, a las pocas semanas los mismos problemas de la empresa salían a respirar, ahora con más fuerza. Había cambiado, sin necesidad, todo el mobiliario y hasta las cortinas, más no las viejas políticas que llevaron al fracaso.
Ante la pequeña crisis decidió abrir el primer sobre. La recomendación era exacta: «Échele la culpa al funcionario anterior». Y así lo hizo, al decir que el déficit presupuestario de la empresa se debía, en gran medida, al tao, tao tao...
La situación, momentáneamente, se aplacó. El hombre, sin darse cuenta de que había recibido la primera alerta, ni siquiera hizo un análisis serio de la improductividad y el pago de los salarios, y mucho menos la atención a los trabajadores, de modo que, en un par de meses, el avispero, otra vez, se revolvió.
Fue así que acudió al segundo sobre. «Reorganícese», era la palabra clave del mensaje. Creyéndose infalible tampoco supo interpretar el llamado. Entendió que reorganizarse era tener su agenda al día en cuanto a reuniones y fechas importantes (todo señalado, de manera exquisita, con coloridos marcadores) y no ir a las esencias de las trabas originarias de la sustitución anterior. Mas el desatino lo pagó caro. La crítica del colectivo se hizo mucho más fuerte. El Consejo de Dirección lo emplazó en pleno y, desesperado como un náufrago, corrió a rasgar el tercer documento: «Vaya preparando sus tres sobres», rezaba como última recomendación...
¡Qué gratificante sería para el país que ese simple método fuera aplicado por toda persona cuando, por una u otra razón, sea sustituida! Sería, sin dudas, una manera elemental de no clonar las ineficiencias en la dirección empresarial o de los organismos. Porque sucede que, muchas veces, cuando se asume una responsabilidad social no se hace un diagnóstico serio de las situaciones que llevaron a la dirección anterior al fracaso. Simplemente: ¡borrón y cuenta nueva! y se dedican, en cuerpo y alma, a «cambiar la imagen», casi siempre desde la superficialidad colindante con lo frívolo y no desde las esencias de conductas impropias.
Y, a propósito, debería borrarse de nuestros diccionarios la palabra «cuadro», por la rigidez que impone como acuñado símbolo, a la hora de nombrar al funcionario público. «Funcionar» es sinónimo de moverse, trabajar, actuar. Sin embargo, una mala selección, hecha a veces más por afinidad que por actitud y aptitud, puede convertir a este importante personaje de nuestro engranaje social en un simple «adonis» administrativo. En otros casos ocurre una metamorfosis dada por la falta de perspectiva y compromiso del individuo que extravía su real misión y, entonces, esas cualidades que, precisamente, decidieron su elección se transforman luego, bajo su pequeña cuota de poder o la tutela por los bienes colectivos, en herramienta de uso personal sin querer percatarse de que ha sido nombrado como servidor público y no como mecenas de sus propios egoísmos y muy particulares intereses.
Son esas «disfuncionalidades» que se hacen evidentes a los ojos de todos, aunque tenga que pasar algún tiempo para que alguien les ponga coto, sobre todo cuando contrastan con la actitud digna de otros ciudadanos que han entendido cuál es el llamado y por qué la sociedad le ha distinguido para tal o más cual responsabilidad. Esos otros, los buenos que asumen la verdad martiana del «señorío útil» cuando lo entregan todo por la justeza de una causa y la abrazan con la necesaria dosis de pasión y humildad. Los «defectuosos», finalmente, acaban en el basurero de la Historia.
La meridiana frase del Apóstol: «Con todos y para el bien de todos», dicha en el fervor de la lucha durante su memorable discurso en el Liceo Cubano de Tampa, es la fórmula esencial de la responsabilidad de quienes asumen cargos públicos, si ocurre que, a veces, se toma como un baladí slogan (según Silvio: «júbilo hervido con trapo y lentejuela»), sin tener en cuenta que le antecede una verdad profunda al decir del Maestro, cuando exhorta a que la pongamos, cual fórmula triunfante, «alrededor de la estrella, en la bandera nueva.»