Ya el cubano siente la crisis financiera mundial; aunque siempre alguien se aferre a la nostalgia de aquella inmunidad económica de los 80, amortiguado este pobre país por una «tubería» que desde las nieves de la Plaza Roja, y al son de la balalaica, nos mantenía ajenos a los vaivenes del mercado mundial y de nuestras propias vulnerabilidades.
La crisis entró en casa. Y algunos vienen a descubrirla sensorialmente, con el apagón nacional de los equipos de aire acondicionado que, en verdad, ha elevado la temperatura de la molestia; pero no proviene de ningún ensañamiento ni capricho masoquista, sino de la lógica más irrebatible: usted no puede gastar más de lo que tiene.
Si, como se dijo, esta sauna multiplicada logra al final disminuir los gastos energéticos de manera que el país evite la tremenda de los apagones en el hogar; entonces abogo por la medida, por dolorosa que pueda ser.
Pero con el calor no puede escaparse la lucidez: Esto no puede ser una campaña ocasional, ni un parche de emergencia para volver a las holguras de irracionalidad y despilfarro, ya superada la crisis. La vida nos ha llevado a vernos en el espejo de nuestras incapacidades para controlar los sobregastos energéticos, entre otros sobregastos que la propiedad estatal no ha podido socializar en la conciencia del principal recurso económico: el capital humano.
¿Qué hemos hecho, sino tolerar impunemente el derroche de combustible y energía eléctrica? ¿Quién ha respondido con su bolsillo por esos excesos en la empresa, el establecimiento y la unidad presupuestada? ¿Cuánta llamada telefónica particular a costa de los gastos estatales? ¿Cuánta gasolina quemada en el disfrute con el auto asignado? Liborio no cuida a Liborio. Las normas de consumo son entelequias en muchos sitios.
Si ahora hay que apagar el aire acondicionado parte del día, apaguémoslo. Pero la racionalidad no se logra por decreto ni apretando un botón, si no hay una voluntad —y una necesidad— de ser eficaces en materia de combustible y electricidad. Ni esta imprescindible reducción de nuestros gastos energéticos puede funcionar a tábula rasa, con criterios globales inflexibles; sino desatando la creatividad y la ingeniería de los colectivos para que la solución y la medida salgan de allí por consenso: adoptando cambios organizativos y técnicos que imbriquen el necesario ajuste del gasto con la calidad de la producción y el servicio y las condiciones de trabajo de quienes los garantizan.
Independizar circuitos eléctricos puede ser tan útil como inoperante aferrarse a horarios inflexibles en momentos difíciles, o proyectar edificaciones que nieguen el uso de la ventilación y la luz naturales. Es curioso ver cuántas oficinas de firmas, tiendas y otras flamantes entidades, están diseñadas con una dependencia total de la luz eléctrica y el aire climatizado. Quienes laboran allí son quienes más sufren cuando se aplican medidas restrictivas.
Al final lo esencial es disminuir el gasto, pero no ver la reducción como un castigo, y lograrla con soluciones inteligentes, a la medida de cada lugar; para impedir que, en pos de cumplir con el mandato, lo apliquemos ciegamente, al punto de provocar más daños a la economía. Hace falta mucha energía positiva para lograr un vuelco energético. El asunto es apagar para encender. Apagar el derroche definitivamente, para que nunca más haya apagones, ni nos apaguemos.