Era una pregunta honesta, aunque habitada por algo de ingenuidad. ¿Para qué tendríamos que hablar de la violencia en los medios de comunicación si quienes la practican no van a leernos?
Por la lógica que se parapeta tras la interrogante, si los cuchillos comienzan a apuñalar la alegría de las fiestas, bastaría con «cortar» las manos que los portan; si en la espesura citadina aparecen unos extraños descendientes de «hombres lobo», hay que montar una partida para cazarlos; si una rama de la familia vampiresca comienza a merodear nuestros cuellos, hay que arrancarle inmediatamente los colmillos; si las alcancías del trasporte público son vaciadas antes de llegar con su contenido a las arcas del Estado, hay que llenarlas con el «pellejo» de los choferes...
Ya alguna vez meditaba que a veces dejamos que los fenómenos se nos trastoquen en una secuencia peligrosa de acción y reacción. En una cadena descontrolada de «física social», en la que los desajustes son enfrentados más desde lo pasional o instintivo, que desde lo racional.
Por la secuencia de este juicio, actuaríamos en la sociedad bajo las leyes de Newton; según las cuales a toda acción le corresponde una reacción de igual intensidad, aunque en sentido contrario. Si la violencia u otros desajustes sociales se disparan, inmediatamente algunos apuntarán que se requieren más policías, y que estos sean más belicosos, las leyes sometidas a un apretón de tuercas... y así por el estilo.
El resultado, alerté entonces, podría ser un estado policial efímero, intrascendente, nunca un decoro permanente, duradero. Y no podemos olvidar que cuando José Martí inspiraba para Cuba una nueva república, la bautizó con el sagrado apellido de «moral».
Pero una república moral no se levanta reprimiendo, sino salvando. Siempre alecciona aquella reacción del Apóstol frente al cubano que intentó envenenarlo en Estados Unidos. Gracias a la «clemencia» del hombre a quien pretendió arrebatarle cobardemente la vida al valor; el potencial asesino terminó en el campo insurrecto.
El Apóstol no salió a buscar al criminal, sino a las razones de su conducta, y el resultado fue esa milagrosa transfiguración.
Mucho de ese espíritu alimenta a algunos de los proyectos nacidos en Cuba en los últimos años. Estos intentan reactivar la dimensión ética de nuestra espiritualidad, cuya integridad es amenazada por no escasos y dolorosos desmoronamientos.
Tal vez es preciso asumir como nunca que al valor místico, subjetivo, psíquico, anímico de la ética, hay que agregarle su «envoltura material», pues no se da sola «milagrosamente» como entelequia sobrenatural y aislada.
Como sostiene un prestigioso profesor, está bajo cuestionamiento la vieja certeza marxista de la «inmaterialidad» de la conciencia.
Muchas de las apatías, desmovilizaciones e incongruencias sociales de estos años parecerían insuperables si redujéramos nuestra ansiedad transformadora a simples voluntarismos.
La república moral que nos hemos propuesto ha de armonizar especialmente con la material, para que tengan adecuada simiente los valores que hemos estimulado hasta el delirio: la honestidad, la decencia, el decoro, la integridad, la honorabilidad, la rectitud y la pudicia.
Para que no despreciemos por culpables a quienes debíamos salvarles su inocencia.