Muchas veces el lenguaje corporal emite mensajes más elocuentes que las palabras mismas. Pero lo que llegamos a descifrar mediante sus reconocidos códigos convencionales puede provocar diversas lecturas. Así ocurre, por ejemplo, cuando ante una pregunta formulada, nuestro interlocutor se limita a encogerse de hombros. Podemos entender que desconoce el asunto planteado o no le interesa en absoluto, o también que le resulte tan indiferente como la propia persona requerida de una respuesta.
Casi puede asegurarse que el que más y el que menos ha pasado por esa experiencia llegado algún momento de recabar una información necesaria donde se presta un servicio. Y sin saber a ciencia cierta el profundo alcance de la displicente mímica, nos retiramos frustrados, impotentes o malhumorados, tejiendo las más diversas conjeturas y juicios tal vez injustos.
Explicar debería ser siempre no solo un verbo sagrado, sino sobre todo un principio ético para quienes tengan entre sus obligaciones laborales y profesionales, el contacto directo con el público, por todo lo que esclarece, orienta o favorece el clima de interrelación social. Es verdad que con frecuencia la burocracia, por su propia naturaleza, se prodiga produciendo instructivas inexplicables hasta para el más ducho en traducir sus sentidos.
El indispensable e inagotable ejercicio de explicar cobra hoy acentuada fuerza cuando la crisis económica y financiera mundial hace sentir sus ramalazos aun en nuestro protegido sistema social, en la medida en que los servicios pueden sufrir afectaciones, mayores o menores.
Los medios informativos hacen lo suyo en la canalización de las urgidas macro explicaciones, unas propias y otras procedentes de fuentes autorizadas. Pero ese empeño por arrojar luz y mostrar caminos en medio del lúgubre paisaje global estará incompleto si se deja de lado al ciudadano individual que acude a una oficina de tramitaciones o a un establecimiento de consumo y no se le explican las causas por las que verá limitadas sus legítimas expectativas. Hay que respetar y confiar en la inteligencia de los otros, y con ello en su capacidad para la comprensión sobre la realidad.
Y ante cualquier adversidad hace falta una buena dosis de iniciativa creadora para proponer otras alternativas posibles, en lugar de enquistarse en el manido comodín lapidario de «orientaciones de arriba» o «hasta nueva orden», porque hasta eso debe tener una explicación plausible, que quién sabe se omita por pura pereza.
No todo necesariamente pertenece a la comprensible discreción por la salvaguarda de nuestras conquistas, sino que la más de las veces resulta indispensable la oportuna información orientadora, como el agua para el sediento, piedra angular en el logro de una acción comunicativa cohesionadora.
Por fortuna, en no pocas áreas se cuida una tradición del buen responder, como es el caso de la oficina informativa de la Aduana, donde, de acuerdo con experiencias cercanas, las consultas telefónicas se caracterizan por dos valores fundamentales: paciencia para escuchar y precisión para esclarecer.
En algunos otros, en el mejor de los casos, se pueden recibir hasta tres explicaciones distintas a falta de un necesario espíritu de cuerpo, y sin que falte, por desgracia, quienes se encogen de hombros.