Si le digo que Camilo Blanes y Elmer Figueroa han interpretado algunas de las más lamentables baladas de la historia, seguramente usted encogerá los hombros y se preguntará quiénes son esos extraños personajes. Pero si le digo que acabo de hablarle de Camilo Sesto y de Chayanne, usted aprobará o reprochará mi tesis, pero sabrá perfectamente de qué personajes le hablo.
Así funcionan los seudónimos. Tantos artistas se han valido de ellos a lo largo de la historia, que la relación podría ocupar incontables cuartillas. Unos lo han hecho en aras de originalidad; otros, para simplificar los nombres complicados, desabridos o ampulosos con que llegaron a este mundo; algunos, para ponerse a buen recaudo de persecuciones políticas o religiosas.
Al final, en cada sobrenombre hay un esfuerzo —cuando menos, un esfuerzo inicial— por ocultar la verdadera identidad. En general se trata de un intento lícito y, en ciertos casos, absolutamente válido. Ya lo escribí una vez: habría sido difícil acercarse a los libros primeros de Pablo Neruda si se hubiera aferrado al brutal Neftalí Reyes que aparece en su acta de bautismo, y acaso a Pancho Villa no lo hubieran respetado lo mismo si él cargara por siempre con el oscuro Doroteo Arango que le impusieron al nacer.
Así pues, está claro que un alias adecuado puede catalizar el tránsito a la inmortalidad, e inclusive evitar el choteo de los contemporáneos. De algún modo, es posible afirmar que salva, ayuda, alivia.
Reza en los diccionarios que alias proviene del latín, quiere decir «otro», y es una abreviatura incorrecta de la frase alia nomine cognitu («conocido por otro nombre como»). Y hay personas que, según lo acuñó la tradición, parecen destinadas a llevar invariables sobrenombres: los José desembocan en Pepe o en Cheo; los Jesús terminan siendo Chucho; las Isabel, Chabela...
Pero volvamos al tema del artista y su seudónimo. Repito: hay muchísimos casos, y algunos son tan engañosos como el de los escritores policiacos Frederick Dannay y Manfred Bonnington Lee, que rubricaban sus novelas como si fueran uno solo llamado Ellery Queen.
Otro ejemplo que se presta a confusión: para ser tomada «en serio» por el público machista de su época, la alebrestada francesa Amandine Lucie Aurore Dupin firmó casi todas sus obras bajo el apodo masculino de George Sand (La ocurrencia contraria la tuvieron los músicos Vincent Damon Furnier y Brian Warner, conocidos urbi et orbi como Alice Cooper y Marilyn Manson, respectivamente. Caprichitos de ellos, supongo).
La cuestión es que hay nombres que precisan retoques para llegar al éxito, especialmente si pretenden lograrlo en parajes ajenos a los de sus ancestros. Por ese camino, el cineasta Elia Kazan abrevió su apellido de claro origen griego (Kazanjoglou), los cantantes George Michael y Freddie Mercury «dejaron atrás» a Georgios Kyriacos Panayiotou y Farrokh Bulsara; el aventurero Kirk Douglas relegó a Issur Danielovitch Demsky, y la provocadora Demi Moore empezó a ser más hermosa cuando renunció a ¡Demetria! Gene Guynes.
¿Quién era Edith Giovanna Gassion? La Edith Piaf desgarrada que apodaron El Ruiseñor de París. ¿Y quién era Frederick Austerlitz? Un tipo que bailó como los dioses haciéndose llamar Fred Astaire. ¿Y quién fue Ignacio Villa? Un negro de sonrisa excepcional, piano de amor y voz «aguardientada»: una Bola de Nieve en avalancha.
La increíble mujer que enamora con Peces de Ciudad no se nombra Ana Belén, sino María del Pilar Cuesta. El sureño bigotudo que fecundó a Tom Sawyer es un «impostor» que acudía a Mark Twain para no ser Samuel Langhorne Clemens. Por mi parte, yo tampoco he sido honesto con usted: no soy Gerson Legrand, sino Michel Contreras. Pero esta vez he echado mano de un seudónimo que a ratos uso y siempre me complace.
Caprichos míos, supongo.