Ahora mismo estoy viendo a Víctor Hugo, no al novelista francés de Los Miserables y de otras joyas literarias sino a un frágil muchacho santiaguero que en nuestra época universitaria resultó ser el estudiante más integral del grupo e, incluso, de toda la graduación de aquel año feroz del período especial.
Lo veo tragándose los libros —a contrapelo de las mofas infantiles de sus compañeros— y zambullido sin simulaciones en cada actividad extradocente, desde las galas culturales —en las que mal actuaba como integrante de un grupo humorístico—, hasta un juego de voleibol, en los cuales solía incrustar los saques contra sus propios pies.
Esas reminiscencias aparecen ahora porque comparo épocas y noto con turbación una verdad que es piedra: ni Víctor ni otros que en aquellos tiempos ganaron pergaminos de versatilidad andaban detrás de un papelito con firmas, de una constancia escrita de participación, de una hoja para guardarla como paño de virtud.
No digo que dejaran de buscar el mérito, pero no se calentaban la sangre procurando a diestra o a siniestra certificados de dos por kilo, probables abridores de puertas.
Hoy, en cambio, ha aparecido entre ciertos universitarios cubanos una fiebre de pedir papelitos con el fin de armar un colchón probatorio de «integralidad», una palabra que lamentablemente se ha ligado a la ubicación laboral o hasta el posible vuelo futuro a otra latitud.
Van como espectadores a un juego de quimbumbia entre brigadas, o se asoman a una tertulia sobre la «poesía del becario», o participan de lejos y sin ciencia en una jornada científica e inmediatamente están pidiendo al dirigente de la FEU el documento ramplón que les asegurará sumar puntos y encumbrarse mañana en el escalafón.
Ya hay alumnos que, actuando con el frío cálculo sobre los «hago constar» acumulados en cinco o seis años de carrera, deducen cuál será su inmediato destino profesional. No dudo que pueda darse el caso de que alguien diga: «Yo tengo 131 papelitos, tú tienes 200; pero los míos pesan más».
Un dirigente de la FEU me contaba que hasta ha nacido la modalidad de «participación pasiva», que permite dar pliegos o plieguitos a quienes asisten a las actividades sin ser protagonistas.
¡Qué manera de desvirtuarse, en ese afán por el papelito, aquello nacido como manera emulativa o evaluativa y que intentaba cultivar la incondicionalidad, la edificación de la virtud, el aporte a la Universidad y a los seres que habitan fuera de sus muros!
El lado filoso de tal realidad es que en ese construir de lomas de reconocimientos y aplausos puede coserse con facilidad un disfraz de cumplidor, un peñasco mortal con el que chocamos constantemente en nuestra realidad y no nos apartamos o lo apartamos.
¿Cómo detectar que alguien con 20 certificados de oropel es un fingidor que procura una abertura ventajosa o actúa de verdad movido por convicción profunda? La vida, al final, habla. Pero mientras... el bisturí de la apariencia puede desangrar a cualquiera de sus semejantes.
«Se es bueno porque sí, porque allá dentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien», decía elegantemente el Maestro. Ojalá esos del simulacro diario, que no se evidencia solo por el fuego de los papelitos, llevaran un día esta frase a la almohada o al centro mismo de su corazón.