Desde el mismo nacimiento de este país, los gobiernos norteamericanos han logrado proclamar a todos los vientos, tanto nacional como internacionalmente, la hipócrita consigna de «haz lo que yo digo, no lo que yo hago». Sin importar los temas, las administraciones norteamericanas, tanto demócratas como republicanas, han repetido una y otra vez que Estados Unidos es un ejemplo de libertad, democracia, pluripartidismo, respeto a los derechos humanos y a la defensa de la paz mundial.
A través de la historia, este país ha pretendido que el resto del planeta tenga el deber de copiar el sistema político, económico y social que aquí impera. Según la propaganda gubernamental, todo lo que emana de este sistema es perfecto: aquí hay un sistema social justo, a pesar de que la economía la regula el mercado, no hay desigualdades —todos somos iguales ante la ley—, la alternativa de diferentes partidos demuestra que la democracia funciona a la perfección y, por supuesto, no existe ni la menor posibilidad de violaciones de los derechos humanos. No importa que los hechos a través de la historia puedan demostrar lo contrario.
Se sigue afirmando que todo funciona a las mil maravillas, que hay balance de poder, elecciones democráticas y respeto a la dignidad plena del hombre. Son de todos conocidas esas famosas elecciones en donde algunas veces salen los muertos de los cementerios para depositar sus votos en las urnas, o donde los negros algunas veces «se alejan voluntariamente» de los precintos electorales para no emitir sus votos. No hay que ir muy lejos. Florida en el 2000 y Ohio en el 2004 son dos buenos y recientes ejemplos de las afamadas elecciones democráticas norteamericanas. Hay que recordar que las trampas en ambos estados fueron decisivas para que el tristemente célebre George W. Bush fuera impuesto en la presidencia del país.
Constantemente se afirma que funcionan dos partidos políticos y que, por lo tanto, el pueblo tiene una clara alternativa de escogencia. Claro, como no sea la de seguir en lo mismo, no hay ninguna otra. Ambos partidos, el republicano y el demócrata, son como las dos caras de la misma moneda que, aunque sean diferentes, las dos pertenecen al mismo metal. Ninguno de los dos partidos políticos que llegan al poder representan algún tipo de alternativa al sistema vigente. Podrán hablar de cambios en las campañas electorales, pero son palabras vacías que nada dicen y que menos hacen. Los gobernantes de este país se llenan la boca para exigir cambios de sistema a otros países, pero ni siquiera cambios cosméticos al sistema se llevan a cabo cuando hay inquilinos diferentes en la Casa Blanca.
Es igual que el respeto a los derechos humanos, que desde la administración de Carter a la fecha ha sido el caballo de batalla de la política exterior estadounidense. Es un tema reiterativo en los foros internacionales por parte de los funcionarios gubernamentales de Washington. Cualquiera diría, y ellos lo dicen constantemente, que Estados Unidos es el campeón en lo que al respeto a los derechos humanos se refiere. Para ilustrar lo contrario bastan tres ejemplos sucedidos en los últimos 50 años, de los miles que existen, algunos conocidos, otros desconocidos, y muchos más desaparecidos en la retórica oficial.
El 23 de julio de 1967, en la ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, debido a unos disturbios raciales, fueron muertos a manos de la Guardia Nacional de aquel estado 43 ciudadanos, 467 heridos de bala, y 7 200 personas arrestadas. Hasta del aire le tiraron a la población.
El 4 de mayo de 1970, en la universidad de la ciudad de Kent, la guardia nacional de Ohio tiroteó directamente una manifestación de estudiantes desarmados y allí cayeron muertos cuatro estudiantes y nueve más heridos de bala.
El 19 de abril de 1993, en un paraje a 14 km de la ciudad de Waco, en Texas, tropas combinadas del FBI y del Buró de Alcohol y Tabaco, con equipamientos militares, entraron en la finca en donde residían miembros de una secta religiosa llamada los davidianos. Al final de la jornada, murieron 76 de los davidianos, entre ellos, 20 niños y dos mujeres en estado.
Hay que darse cuenta de que cuando miembros de los cuerpos policíacos apalean a cualquier ciudadano en público o en privado y ese apaleamiento forma un escándalo en la prensa, el gobierno federal se cruza de brazos y culpa a la ciudad, al condado o al estado en donde ocurrió el hecho, como si esa ciudad, condado o estado estuvieran fuera de los límites territoriales de Estados Unidos. Cuando aquí un policía para a alguien por una simple infracción de tráfico, lo mejor es no discutir ni una sola palabra con el oficial, si no quiere ser arrestado, en cuyo caso, ni se le ocurra protestar, no sea que termine con un palo en la cabeza y acusado de resistirse al arresto.
Por supuesto que todo estado tiene derecho a defenderse, a defender su sistema y sus instituciones. A lo que no tiene derecho es a inmiscuirse en los problemas de otros países, partiendo de una hipócrita hipótesis y utilizando el cuento de que su sistema es puro y casto, cuando la realidad demuestra lo contrario.
*Lázaro Fariñas es periodista cubano radicado en Miami.