Por supuesto que todo ese esfuerzo casero, por llamarlo de algún modo, iba aderezado con la belleza de innumerables banderas cubanas, insignias de países amigos y adornos más sofisticados y coloridos, cuyo tono fue en ascenso hacia el final del acto y estalló en la nota de una juventud entusiasta, vestida de azul, engalanada de globos y banderas en alto.
Pero la reflexión más profunda, la esencial, tiene que ver con esa procesión de los humildes, con esa sencillez implacable y que nunca ha sido negociada, de quienes —y ahora invoco a Mario Benedetti— hemos querido conseguir y compartir algo de este universo más por las buenas que por las malas, y vivimos preguntándonos: «¿Por qué el mundo soñado no es el mismo/ que este mundo de muerte a manos llenas?».
El arroyo de este viernes ha sido la parábola de un país al cual el enemigo ha negado en décadas el derecho a los colores, a las treguas, al aire cómodo. Un país que ha tenido que andar a contracorriente de casi todo y que, como suele comentar un amigo, tiene mucho de retazo en sus costumbres, en sus agónicas jornadas, en sus vestimentas, aunque saca sus inspiraciones de un corazón macizo, rotundo, sin falsos empates.
Como el cubano conoce bien los hilos de ese destino, quienes desfilaban este viernes solían arrimarse a la tarima donde aguardaban las lentes de los reporteros, especialmente los procedentes de otros países. Y estando cerca le «fajaban» a los «medios». Sin miedos. Abrían sus manos, sonreían como diciendo: «Estamos aquí...». Y si el turno le tocaba a una conga de las tantas que pasaron, los bailadores movían el cuerpo en una verdadera apoteosis de la reafirmación.
Aquello fue la aparición de la amorosa y alegre mesa sin mantel de encajes: frente a la tarima, un hombre vestido de blanco levantaba sus brazos al cielo; una mujer avanzaba con su familia y su perro; otro hombre enseñaba un cuadro (a todas luces descolgado de alguna pared) del cual asomaban la bandera y el escudo de Cuba; una mujer arrastraba un coche (desconocemos con qué carga); una nube de bailarines levantaban sus cuellos de cervatillos; y una niña, fina y frágil, miraba alucinada no sé sabe adónde, en medio del tropel que la impulsaba hacia delante.
Como si se hubiera anunciado la posibilidad de levantar una segunda Torre de Babel, numerosos ciudadanos de los lugares más insospechados del planeta desfilaron o fueron testigos de la marcha en calidad de invitados. Desde la muchedumbre emergió un cartelito alusivo a Sri Lanka. Entre los visitantes apostados cerca de la tarima de la prensa, un señor de piel rosada, pelo blanco y fino sombrero de pajilla, se afanaba en atrapar con su obturador el paso demencial de una conga. Y quienes como él habían llegado hasta acá, contemplaban la alegría de un pueblo que nadie puede embridar en lógicas cartesianas, que solo puede ser mirado desde lo sentimental y lo sensitivo, porque sus hijos, como sus hermanos del Sur, aprendieron a llorar antes que todo lo demás, mientras los semejantes del Norte lo primero que hicieron fue dominar y comprar.
Hemos vuelto a ser noticia. Y de las gratificantes, de las cada vez más inusuales en un planeta que se deshiela, que sufre guerras, recesiones financieras y epidemias múltiples, que languidece por falta de fe, de entusiasmo, de memoria, de imaginación, de buenas ideas. Hemos mostrado al mundo otra jornada de las nuestras, donde un simple golpe de ojo podía hallar al mejor de los personajes posibles: una mulata a lo mejor llamada Luisa, de carnes antigravitatorias, quien al levantar su humilde cartel nos traía a la memoria a un tal Fukujama, ese señor al que una vez se le ocurrió decir que la historia había terminado.