La carta de José Antonio Saco es un ejemplo de nuestras luchas contra los rostros que ha ido asumiendo en cada época histórica la idea nefasta de la unión de la Isla al gigante del Norte.
«Solo la moralidad de los individuos conserva el esplendor de las naciones». José Martí
El pasado 19 de marzo se cumplieron 161 años de una luminosa carta nacida de la pluma cubanísima de José Antonio Saco, ya por entonces condenado al destierro por el Capitán General Miguel Tacón. Dirigida al camagüeyano Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, partidario de la anexión de Cuba a los Estados Unidos de Norteamérica, el documento constituye un ejemplo de nuestras luchas contra los disímiles rostros que ha ido asumiendo en cada época histórica la idea nefasta de la unión de la Isla al gigante del norte.
Como haría años más tarde José Martí desde las propias entrañas del monstruo, José Antonio Saco pudo comprender el peligro que para la Isla antillana representaba la anexión a Estados Unidos, y procuró el modo de divulgarlo entre sus contemporáneos como vía necesaria para combatirlo.
A pesar de las presumibles ventajas que en el plano económico hubiera podido traerle a la burguesía criolla la unión con el poderoso vecino, a Saco le preocupaba algo más grande que toda riqueza posible, y se lo revela a Cisneros en esta carta de 1848: «la pérdida de nuestra nacionalidad, de la nacionalidad cubana». Ante el hecho real de que la población blanca de la Isla rondara el poco más de 400 000 miembros y, sin embargo, tuviera esta la capacidad para alimentar algunos millones de personas más, dice Saco: «Reunidos al Norte-América, la emigración de éste a Cuba sería muy abundante, y dentro de pocos años, los yanquees serían más numerosos que nosotros, y en último resultado no habría reunión o anexión sino absorción de Cuba por los Estados Unidos».
No veía el cubano, desterrado e incomprendido aun por sus propios compatriotas, la solución al problema de Cuba, ni su desarrollo como entidad independiente y merecedora por sí misma de un lugar en el concierto de los pueblos libres, en la unión indecorosa y humillante con Estados Unidos.
Expresa su convicción de que solo mediante el esfuerzo de sus hijos, el amor por su tierra, la dignidad con que se asume lo que se es, en medio de la diversidad de que se compone el mundo, «Cuba, nuestra Cuba adorada, será Cuba algún día». Y dejará sentado su más profundo anhelo de que «Cuba no solo fuese rica, ilustrada, moral y poderosa, sino que fuese también Cuba cubana y no anglo-sajona».
De las ideas expresadas por Saco en la carta que ahora comentamos, podemos sacar los que vivimos el siglo XXI enseñanzas muy claras, puesto que la Historia, según Martí, «es un examen y un juicio, no una propaganda ni una excitación».
En el mundo globalizado en que vivimos, uno de los grandes peligros a que se enfrentan las naciones es a la pretendida, y propugnada por todas las vías posibles, homogenización cultural. Como ningún pueblo, ex profeso, permitiría sin resistencia que se le anulara su memoria histórica, han tratado al menos de moldearla en las últimas décadas, conocedores de lo olvidadiza que suele ser la naturaleza humana, y del descuido y trastorno, cuando no criminal abandono a que está sometida en estos tiempos decadentes, la educación de los individuos y de los pueblos.
Desde los grandes centros de poder aumentan cada vez más, con nuevos y más sofisticados medios, las presiones de las pseudoculturas fabricadas en los laboratorios del gran capital transnacionalizado. Empleando deliberadamente resortes culturales seleccionados y probados, se busca cada vez con mayor celeridad el sometimiento cultural de los individuos y de los pueblos como paso imprescindible para un posterior sometimiento económico, político, militar, científico y de todo tipo.
De esta agresión despiadada no solo son objeto los pueblos de las naciones económicamente más atrasadas sino también, y diríamos que principalmente, los de las mismas potencias mundiales engendradoras de ese opio cultural cuya dramática manifestación es el desenfrenado e irracional consumismo a que el ser humano de este tiempo es arrastrado, y al que sacrifica su propia condición humana. En los palacios del egoísmo son necesarias también la abulia y la apatía, la ignorancia y la vanidad para mantener al hombre adormecido y desconocedor de las descomunales fuerzas de su espíritu. Sin embargo, cada vez en mayor número, empiezan a despertar del letargo.
A su favor tienen los poderosos, en primer lugar, la propia biología de la criatura humana, propensa inexorablemente al vicio, guiada por los instintos, tan vulnerable en lo físico como en lo moral, y solo fuerte, y en verdad superior y hermosa, cuando ha hecho suyo un ideal noble y a la consecución de ese ideal dedica sus todavía inexploradas potencialidades. Tienen además la ventaja de una educación que cuando funciona, suele beneficiar la instrucción en detrimento de los valores éticos, únicos capaces de dirigir al individuo con su arsenal de conocimientos en bien de todos los seres humanos. Y tienen también a su favor lo vertiginosamente que transcurre la existencia lamentable y tumultuosa de una humanidad sin verdadera conciencia de sí ni de su destino.
Solo tienen en contra la voluble —pero una vez descubierta indestructible— dignidad humana, término que han tratado de borrar, reconceptualizar o desprestigiar sin conseguirlo.
En Cuba hemos sabido cultivarla con la voluntad, el sacrificio y las contrariedades que ello entraña. También hemos podido apelar a ella cuando se ha considerado amenazada nuestra sobrevivencia como nación, como identidad particular. Han sido dos siglos de fecunda siembra. Por eso rindo homenaje a aquel que en el ya lejano 1848 supo decir en la carta que hemos referido esta verdad tremenda: «La idea de la inmortalidad es sublime, porque prolonga la existencia de los individuos más allá del sepulcro, y la nacionalidad es la inmortalidad de los pueblos, y el origen más puro del patriotismo».