Un diario polaco, el Gazeta Wyborcza, se pregunta: «¿Puede un político que alguna vez recomendó bombardear la represa egipcia de Assuan, ser ministro de Exteriores de Israel? ¿Un hombre que hoy dice que hay que reconocer los territorios autónomos palestinos, y mañana pide que destruyan (la ciudad cisjordana de) Ramala?».
Avigdor Lieberman entra al carro de la diplomacia, pero habla de lenguaje de las armas. Foto: AP La respuesta es sí, perfectamente. Pero no solo hasta ese límite ha ido Avigdor Lieberman, que es como se nombra el propuesto para el cargo: También ha pedido que el millón y medio de árabes que viven en Israel (no los palestinos de Gaza y Cisjordania) sean expulsados, por constituir un «peligro» dentro del Estado sionista; y más ha dicho, como que habría que colgar a los diputados árabes israelíes.
¿Es esa la imagen que desea dar Israel?
No lo sé, pero sí sé que su electorado decidió dar la mayoría a políticos de esta talla en los comicios del 10 de febrero. El jefe del partido Likud, Benjamín Netanyahu, enemigo de cualquier devolución de tierras a los palestinos (por algo dio el portazo en el gabinete del entonces gobernante Ariel Sharon, en 2005, cuando este decidió sacar tropas y colonos de la Franja de Gaza), fue escogido para encabezar el gobierno. ¿Con quiénes se alía? ¡Pues con Yisrael Beitenu, la fuerza de Lieberman, el personaje deseoso de arrojar bombas contra Egipto y hacer talco sus pirámides, y de linchar a diputados!
Cualquiera dirá: «Si de todos modos Netanyahu ha pedido bombardear las instalaciones nucleares de Irán, ¿qué de particulares tienen los dichos de Lieberman?». Mientras, la jefa del «centrista» partido Kadima, Tzipi Livni, convulsiona por la idea de que un «team» Likud-Yisrael Beitenu será un veneno para la «visión» de dos Estados —Israel y Palestina—, uno junto a otro y en paz, y aun el Alto Representante de Política Exterior de la Unión Europea, Javier Solana, advierte que las posturas del bloque comunitario hacia un gobierno israelí «no pacifista» serán «muy diferentes», es decir, de rechazo.
Veamos primero lo de Livni. Para la todavía canciller, la pregunta puede ser: ¿En qué ha estado entretenido el saliente gobierno de Kadima desde 2006, que le ha sido «imposible» permitir la creación del Estado palestino con fronteras permanentes, y contigüidad territorial entre Franja y Cisjordania, incluida Jerusalén oriental? ¿No ha tenido tres años para hacer lo que dice querer, o la «visión» —o mejor, espejismo— era para concretarse poco antes del Juicio Final?
En cuanto a la preocupación de Solana, ex jefe de un pacto militar que hace diez años se ensañó criminalmente contra un pequeño país europeo (a lo que dedicaremos un próximo comentario), sería interesante saber qué tipo de «pacifismo» desea él de un próximo gobierno israelí, que ya haya podido observarse en alguno anterior. El primer ministro Ehud Olmert, quien está al abandonar la cabina de mando, invadió el Líbano en el verano de 2006, y la Franja de Gaza a fines de 2008. Miles de muertos árabes, ciento y tantos en el lado israelí, y ningún objetivo cumplido, pues el grupo libanés Hizbolá y el palestino HAMAS aún hacen el cuento. ¿Era Olmert acaso el buen samaritano que extrañarán ahora los europeos?
Por último, está Washington. En tiempos más gloriosos, la Casa Blanca le dio la mano a Netanyahu (primer ministro entre 1996 y 1999). Con un tipo duro bastaba, pero ahora hay otro duro, y demasiado ácido. ¿Cómo masticar el par? O mejor, ¿cómo hará la administración de Barack Obama para hacerle tragar al mundo la píldora de que un gobierno Yisrael Beitenu-Likud, que debe estar listo el 3 de abril para regir un Estado que recibe anualmente 3 000 millones de dólares de regalo de EE.UU., está comprometido con la paz?
Se le ve muy corta vida a ese matrimonio. Esperemos.