Albergado como personaje frecuente en la tradición literaria picaresca, el timador ha conquistado a través del tiempo desde tibios esbozos de sonrisas hasta atronadoras e incontenibles carcajadas. Sin embargo, no deja de parecerme enigmático, o cuanto menos curioso, semejantes reacciones, socialmente legitimadas, si para que se consiga hace falta siempre una víctima propicia, un incauto, un inocente pobre diablo del que se abusa.
Como divertimento desde la ficción pasa, y cuando se construye con genuino gracejo y sutil filo se agradece además en lo que enriquece la experiencia vital. Pero el timador de carne y hueso, el que nos acecha implacable día tras día en los más insospechables vericuetos, es potencialmente capaz de desatar inesperadas y disímiles tragedias humanas.
Ese inolvidable maestro del humor cubano que fue Enrique Arredondo solía poner en boca de su popular personaje televisual Bernabé, un bocadillo que deslizaba a modo de resignada alerta: «todos los días sale un guanajo a la calle... hoy me tocó a mí». Aun así, sospecho que nunca dejaremos de abrazarnos a la credulidad, a veces ciega e irracional, cual clavo ardiendo al que aferrarse para concretizar ilusiones personales.
Camaleónicos como son, los timadores se han ido transfiriendo un opaco saber de turbias habilidades para explotar aspiraciones y vulnerabilidades ajenas, según los requerimientos de cada época. Cuentan con un inagotable repertorio de engañosas tramas, ingeniosas unas, burdas otras, y donde hay para todos los gustos: desde las clásicas ventas del Capitolio de La Habana al campesino de visita, hasta un viaje extraterritorial hacia el espejismo y la incertidumbre, pasando por el socorrido juego de las tapitas, cambios de viviendas, equipos electrodomésticos y colchones rellenados con deshechos, por solo mencionar algunas antológicas de nuestro contemporáneo entorno.
Por completo al margen de la ley, sobreviven como vampiros diurnos chupando de los ingenuos que por regla general salen perdiendo. Por ahí deambulan, entregados con un empeño digno de mejor causa a una suerte de ejercitación larvada que dibuja lo que sería la pesadilla del despiadado y feroz capitalismo salvaje, en el que cínicamente todo vale y con el que otros, más ingenuos todavía, y sobre todo ignorantes, sueñan.
Salvando las enormes distancias, se manifiestan también otras categorías de timos, pero esta vez a las expectativas y la confianza ciudadanas, cada vez que se anuncia y promete un producto, un servicio, una reparación, que luego se distancian de lo que se esperaba. Ya sea el pan que, pagado no importa con qué moneda, cuando se pica se desmorona como tripa de algodón, el restaurante recién estrenado que en poco tiempo pierde el fijador, o el bacheo de una calle que pronto retorna al estadio anterior de paisaje lunar.
Probablemente algunos de esos inconvenientes se deban a causas materiales objetivas, ajenas a la voluntad humana e insertadas en las realidades económicas de un país asediado, muy comprensibles. Pero es ahí donde tiene que intervenir eso que se llama acción comunicativa, una categoría ignorada, acaso borrada del mapa dialógico, y que constituye pieza clave para la convivencia y la salud social, por lo que explica, y estimula el intercambio y la colaboración.
Al menos siempre preferiré que me convenzan risueño de que «a falta de pan, casabe» antes de quedarme con la amargura humillante de que me pasen «gato por liebre».