Sucedió uno de esos domingos en los que la calle parece desbordarse de múltiples jabas en dirección a una beca, de niños en brazos, de muchedumbres ansiosas por llegar antes de que el Sol torture.
El conductor —gafas oscuras a los ojos— disminuyó la velocidad frente al PARE, pero cuando los potenciales botelleros se acercaron a «su carro» estatal, chirrió gomas, como en ciertos filmes sabatinos, y se dirigió al cosmos en aquella nave con ruedas; o a apagar un fuego. Quién sabe.
Mas ese hombre vestido de hit por el center field no fue el único que se burló de la señal de tránsito y de aquellos viajeros de todas las edades. Luego pasaron cuatro, cinco, seis... enfermos de tortícolis, un mal terrible de estos tiempos que impide a numerosos choferes virar, aunque sea ligeramente, el cuello.
Por cierto, imagino cuán aglomerados han de estar en la actualidad nuestros centros asistenciales, ocupados de aliviar esas contracciones musculares ocasionadas por el volante y que no desaparecen con el reposo, ni con pañitos tibios, ni con varias tabletas de Ibuprofeno.
Sin embargo, lo que realmente debe preocuparnos a estas alturas, después de tanto machacar sobre la solidaridad, el humanismo y otros valores intrínsecos a esta sociedad, es que las historias referidas del hombre «gafudo» y de los «cuellitiesos» no son hojas sueltas en el viento. Tienen numerosas páginas que se repiten cada día del calendario, más allá de los domingos de multitudes.
«La solidaridad no se impone, no es de fuerza, va en el corazón de las personas, en su educación», suele decir con juicio un dirigente al que admiro. Es obvio: esos mismos que dejaron atrás a los viajantes desesperados de la anécdota probablemente hayan sido los primeros en frenar ante los llamados amarillos para dar la consabida excusa («Llego hasta Cerquilandia») o, incluso, para recoger pasajeros y marcar tarjeta.
Pero ciertos instrumentos persuasivos no vienen mal. Al respecto, recuerdo una peculiar asamblea que se efectuaba en mi provincia, Granma, semana tras semana. Su título era: «Reunión con los choferes que no paran». Constituía una lección moral para quienes no se detenían en los puntos de transportación o en las mini terminales, resultaba una legítima herramienta de presión.
Lástima que jamás hayan rendido cuenta en tales encuentros esos que, como en la narración del principio, se llenaron el pecho con dos toneladas de aire y dejaron varados a sus semejantes en cualquier punto de la carretera fuera del accionar de los amarillos.
Hace unos meses mi colega villaclareño Nelson García Santos exponía en estas mismas páginas que la exigencia debía comenzar por los propios centros de trabajo, en los que se debía persuadir primero y luego «aplicar la incorregible sanción necesaria».
Pero él también agregaba que en esa batalla era un requisito indispensable la fuerza del ejemplo personal, emanada de «cualquier cuadro, funcionario o compañero responsable de un vehículo».
No hace falta una maestría nacional en «botellería» para saber que quienes se creen «dueños y señores» y que pasarán la vida entera sobre ruedas, no son muy amigos del de a pie. Piensan distinto, hablan distinto.
Quien vira el cuello en cada jornada a sus circundantes no debería pilotear más, quien arrolla con su mirada desde su vehículo estatal debería echarse a un lado y no precisamente por azar; esa es la conclusión. Pero no podemos esperar demasiado en el semáforo decisivo de la vida.