Siempre he creído que el Belén de mi familia está en las faldas de la Sierra de Cubitas: sus tierras, sus árboles, las nubes descargando sobre el horizonte, sus aguaceros torrenciales, las cañadas, los arroyos y los ríos, el Charco de Joaquín; sus cuevas, el aire invernal, los relámpagos y los truenos, los fantasmas, sus personajes... Por mis venas siento que por sangre corre también el aire de la llanura.
El batey de Pueblo Nuevo donde nací era famoso por dos razones: porque de pueblo no tenía nada, y mucho menos de nuevo. Era un ajedrez de fincas campesinas.
La primera triada que conocí fue guajira. La formaban tres hermanos: Argeo, Nicasio y Ricardo. Con ellos me inicié en el difícil trance de ganarse la vida con una guataca o un machete. También en el «extraño abolengo» de ser pobre, pero honrado.
El de estos tres hombres y sus familias era como un micromundo. Un batey dentro del batey. Casitas de tabla y guano y piso de tierra, armadas a la forma de las aldeas de nuestros siboneyes, con unos patios inmensos y limpios; mucha pobreza, aunque mucha decencia.
Mi padre siempre recordaba las ocurrencias de Argeo. Al terminar las labores del campo iba a comprar el pan a la tienda, y se «posaba» en una de sus ventanas, con el tabaco terciado y el mendrugo apretado entre los sobacos sudorosos. Después iba a casa y lo colgaba en un garabato de madera en el centro de la sala: «Ya llevaba la mantequilla», decían los «jodedores».
Me invaden estos recuerdos, estimulado por el Decreto Ley para la entrega de tierras ociosas en usufructo, que por estos días toma cuerpo en Cuba. Intento adivinar el momento de la fractura entre el país en el que la «tierra» fue tantas veces soñada y pocas veces alcanzada en el capitalismo, y el otro, en el que se trastocó casi en aspiración «maldita» durante estos años.
Desde mi experiencia entre campesinos desde 1965 hasta terminar la Universidad, presumo que se produjo una extraña contradicción: el país que garantizó el derecho físico a la tierra con sus leyes de reforma agraria, limitó el ansia sentimental de poseerla, con su abanico de oportunidades.
El proceso de cambios que tuvo entre sus inspiraciones justicieras la conquista de la tierra, y entre sus más ardorosos soldados a los campesinos, se debate aún hoy para encontrar el equilibrio entre el ansia modernizadora, el modelo político económico, y su tradición agraria, inseparable del campesino y la heredad de la finca.
Sufrimos ahora en parte la fiebre socializadora de la tierra de los años 80. Un voluntarismo general puesto al servicio de la colectivización. Los hijos abandonaron primero la finca de sus padres —en no pocos casos con el entusiasmo de estos—; y luego los jóvenes lo hicieron con las cooperativas. Era como si en el nuevo mundo que se abría se le cerrara el camino a vivir bendecido en la prosperidad de la tierra.
Mientras el ansia socializadora avanzaba mi Pueblo Nuevo natal se marchitaba. Con la migración a la ciudad nos íbamos no solo los brazos para hacer parir la tierra, también las tradiciones. El batey de los guateques de fin de semana con Cheo y sus muchachos, de los rodeos, de las excursiones a los ríos y las lomas, se apagaba irremediablemente.
Las consecuencias totales las pude palpar en unas vacaciones recientes, cuando invité a mi madre y hermanos a visitar el Belén de nuestras vidas. Lo que antes fueron numerosas fincas productivas y prósperas, ahora están transformadas en monte, puro monte.
Por eso entusiasma la suerte y los alcances del nuevo Decreto, en el que renunciamos a cualquier terca hegemonía sobre la tierra, para devolverle a esta la vida que merece, repartiéndola entre quien la anhele y respete.
A la propiedad agraria no se aspira en Cuba por vocación burguesa. Con los barbudos, su lucha y su victoria, este anhelo alcanzó su justa dimensión revolucionaria, que en nada se contrapone a formas más amplias y abarcadoras de propiedad social. Este nuevo paso no hace más que continuar reivindicando ese grito estremecedor y ancestral de tierra que nos viene desde el corazón de Cuba.