Las palabras pueden tener múltiples significados, y sobre todo diversos sentidos.
Un creyente es alguien que abriga honestamente un credo, un sistema de ideas, una cosmovisión determinada.
Pero hay otros, a quienes el pueblo, el más creativo y agudo hacedor del lenguaje les llama creyentes, porque «se creen cosas», porque parecen decirse cada mañana frente al espejo: soy lo más apuesto de la creación, el más listo de los mortales, el que se las sabe todas en esta vida, un predestinado a triunfar siempre.
Ellos tienen, por supuesto, su propio credo, con el que irrumpen en la cotidianidad social, erosionándola.
Creo que fui creado para satisfacer exclusivamente mis benditos intereses individuales, todas mis ilimitadas ambiciones al precio que fuere, sin conceder en escrúpulos, mis desafueros, que serán contemplados con indulgencia porque me merezco cuantos honores, premios, recompensas, cargos y privilegios se hayan establecido y estén por establecerse.
Creo que cuantos se me acerquen y rodeen terminarán rindiéndome pleitesías, a mis pies, porque bastará que se percaten de mi estampa atrayente y la sonrisa seductora e irresistible, la luminiscencia que irradio, lo cual ocurrirá en instantes, para que se me abran las puertas como a Moisés las aguas del Mar Rojo.
Pero que nadie se equivoque, la altanería, la presunción y la autosuficiencia desmedidas constituyen dones divinos para los elegidos como yo, dispensado de rendir cuentas, de prestar atención al juicio de los otros, menos aún a sus problemas y carencias, incluso de la simpleza de mirarlos o saludarlos.
Creo que basta solo con lo que crea, en mi creída y presunta juventud eterna, autorizada a despreciar olímpicamente el aporte y la experiencia de los que han vivido más, de los que se dicen forjadores, hasta de los que me dieron la vida. Solo sé que lo sé todo, y lo que no me lo imagino pronto, para dejar boquiabiertos y absortos a quienes disfruten de mi verbo único.
Me están dados los instrumentos de la mentira, el engaño y la demagogia para alcanzar el bienestar personal nunca suficiente para mis merecimientos, son apenas justificados medios que yo mismo santifico y cultivo.
Creo que el cumplimiento de la ley no me concierne y que la trampa y la corrupción son más pertinentes y materialmente beneficiosas, que el bien común tampoco me atañe, y mucho menos la tontería de la lealtad, que supero con la conveniencia y el oportunismo.
Soy, espejo mío, impune ante el orden social, omnipotente, casi todopoderoso. ¿Acaso no tengo la capacidad de salir impenitentemente a flote? De vivir del invento, sin sudarla, llegado el caso. Ah, lo que me ocurra por desacatar lo que está legislado, regulado, lo consideraré una injusticia, una ingratitud por parte de mis semejantes que debe castigarse, si es posible mediante la violencia propia o por encargo.
¡Mal aventurada sea esta calaña de creyentes que serán expuestos a la picota pública!