¿Por qué Gregorio Samsa, tan celoso de sus apremiantes deberes laborales, no había ido a trabajar aquella mañana en que sus padres tocaban insistentemente la puerta de su habitación? Pues, según nos narra Kafka, porque no podía: se había convertido en un inmenso cucarachón y yacía con su vientre escamoso bocarriba, mientras sus patas se agitaban involuntariamente.
También el patrón había acudido a su casa a interesarse. Pero no, no estaba preocupado por lo que pudiera haberle ocurrido, sino por la tardanza, por el incumplimiento del horario. ¡Y habría consecuencias!
Ese panorama, el del escaso respeto a los derechos de los trabajadores y a su condición de seres humanos, que imperaba en la Europa de principios del siglo XX, era el que algunos hubieran querido reeditar mediante la Directiva aprobada por la mayoría de los ministros de Trabajo de la Unión Europea en junio pasado. En dicho texto, se daba luz verde a que los empresarios emplearan a sus trabajadores hasta por 65 horas semanales ¡cuando lo máximo permitido por la Organización Internacional del Trabajo son 48!
Por otra parte, los médicos y otros empleados de la salud verían que su servicio de guardia no se les consideraría como tiempo de trabajo. De modo que, aunque estuvieran en el hospital a la espera de contingencias, y no en su hogar, donde seguramente les placería un poco más estar, sería como si estuvieran vacacionando y no merecerían que se les pagara por ello.
Por fortuna, este desprecio hacia el esfuerzo del trabajador, y el asunto de las 65 horas, han quedado fuera de combate en el Parlamento Europeo, cuando el pasado 17 de diciembre ese órgano comunitario aprobó por holgadísima mayoría las enmiendas propuestas por el eurodiputado socialista español Alejandro Cercas: se mantendrá el límite de las 48 horas, y los médicos cobrarán sus horas de guardia. ¡Que ninguno está cazando mariposas nocturnas durante ese «ratico»!
Es más: los países que desde hace ya un tiempo aplican por su cuenta un «opting out», o sea, la posibilidad de trabajar más allá de esa línea, como son los casos de Gran Bretaña, Grecia y Polonia, tienen hasta 2012 para cesar esa práctica y volver al «redil» de las 48 horas.
¿Qué dicen los defensores de las 65 horas? Para varios de los legisladores británicos que tomaron la palabra en el debate, su país es precisamente uno de los que ostenta mayor crecimiento económico y aporta una voluminosa contribución financiera a la UE gracias al «opting out», mientras que para las asociaciones empresariales, este significa mayores beneficios para los empleados, bajo el principio de que «quien más trabaja, más gana». Quien quiera trabajar más, ¡que lo haga!
A simple vista, la verdad parece estar de su parte. Sin embargo, fueron muchas otras las razones que cavilaron los eventuales «beneficiarios», quienes presionaron a sus europarlamentarios por medio de los sindicatos y con protestas pacíficas. En primer lugar, para el obrero, descolgarse de un contrato colectivo para pactar directamente con el empleador, significa el suicidio de sus conquistas, el fin del respeto a los trabajadores organizados. ¿Y el día que no pueda hacerlo más? ¿No sería más vulnerable a las tentativas de despido esta hormiga separada del hormiguero?
Por otra parte, el dueño privilegiaría inicialmente a aquellos que están dispuestos a trabajar más. Pero después, las excepciones pudieran convertirse en norma. Todos quedarían igualados, ¡pero en condiciones más duras! y quien no desee o no tenga posibilidades físicas de ir más allá, sería automáticamente declarado «no apto». Y con él, todos aquellos que tengan la osadía de recordarle al patrón que no son bueyes.
Además, ¿dónde hubiera quedado la vida personal del individuo compulsado a hacer de su centro laboral casi su hogar? ¿En qué tiempo variar, estar con los hijos, educarlos, sentarse en el parque...? ¿Cómo no convertirse en un Gregorio Samsa obsesionado con preservar el empleo porque «la competencia está dura y no se puede perder tiempo en otra cosa que no sea producir-producir»? ¿Y qué hay de la huella de esa manipulación en la salud de la persona, y propiamente en la calidad del servicio que presta? ¿Y qué sería de sus compañeros, despedidos porque «como este hace el trabajo de tres, se puede prescindir de aquellos dos»?
Hay razón para celebrar, pero también para reprobar que, bajo la excusa de que otras naciones van en imparable ascenso económico, Europa haya pensado emular con ellas a tan vergonzoso precio.
Por ahora, el Parlamento Europeo se ha ahorrado algunos cucarachones...