«¡Vaya tú, “palestino”!», dice uno, y le responde a gritos el otro: «¡Ah, tú, descara’o!».
Y no pasaría de ser un entretenido intercambio de «elogios» entre dos personas, si no fuera porque se trataba de un muchacho de Secundaria y otro joven, algo mayor que él. Pero no joven a secas, no. Era su joven... maestro.
Ya, ya. Que no es la norma, lo sé, pero sucedió, y lo traigo a esta página. Precisamente para que la golondrina siga sin hacer verano. Porque si empezaran a ser dos, tres o cuatro las golondrinas, habría que inquietarse, pues el chaparrón viene atrás, de seguro.
Menuda manera de tratarse un profesor y su alumno. Si me trasladara en mi particular maquinita del tiempo a los años 80, pudiera verme allí, en la fila, con la pañoleta roja y una camisa blanca. Nada más sonar el timbre, la una nos la quitábamos y la metíamos en la carpeta, y de la otra, sacábamos sus pliegues por fuera del pantalón mostaza, mientras chapurreábamos la canción de los 46 —«¡Güi ar du guol!»— y rezábamos para no encontrarnos por el camino a un profesor que nos pillara en tan descompuesta facha. ¡Porque había que componerse!, si no: «Luque, dígales a sus padres que vengan mañana a verme, antes de las ocho».
Ello podía significar una vergüenza de más de la marca. Pues si la frase «¡muy bien!», emitida por el maestro ante una respuesta correcta, hacía que a uno se le hinchara el pecho, también nos abochornaba que el maestro nos llamara la atención por «no-atender-tirar-tacos-dibujar-en-la libreta-no-hacer-la-tarea». Las orejas se nos ponían cálidamente coloradas, y no solo por el «raspe» delante de los «socios», sino porque aquel que venía a enseñarnos, se veía obligado a interrumpir, salirse de la materia y dedicar tiempo a corregirnos. Y es que el profesor poseía un no sé qué de autoridad que inspiraba otro no sé cuánto de reverencia.
Pero adolescentes al fin y al cabo, el mundo debía estar hecho a nuestra medida, pues indiscutiblemente nos lo sabíamos todo. ¡Cuántas «curvas» y «genialidades» sacábamos de la manga en el aula!, ignorantes de que, cuando nosotros íbamos, ya el maestro había hecho el recorrido varias veces, en guagua, a pie y en aeroplano. Pero de estas sutilezas de la picardía, a decirle «descara’o», o a tutearlo siquiera, ¡por favor! Ni tampoco él, por lo general, sazonaba al alumno con insultos «graciosos», como los de la anécdota.
«Pero si son casi de la misma edad, ¿cómo se va a imponer respeto?», arguyen algunos. ¡Hombre! Bastaría recordar a los miles de jovenzuelos, a los muchachos que no sabían a derechas si la nuez de Adán era una parte de la anatomía masculina o una fruta del Edén, y a las muchachas que aún adornaban con muñecas sus camas, pero que se fueron a alfabetizar a guajiros recios a la ciénaga o a la montaña, y que allí, sin habilidades para manejar otras herramientas que la cartilla y el farol, lograban el silencio, la atención y la admiración de sus curtidos alumnos.
Por otra parte, no siempre es preciso sacudir el polvo de los archivos. Docentes hay hoy, y muy bisoños, quienes sin mucho alarde y sí con varios kilogramos de preparación pedagógica y serenidad, son capaces de transmitir los conocimientos, mantener la disciplina en el aula y confraternizar con sus pupilos. Los ejemplos están a la mano, precisamente en el hogar o en el vecindario de muchos que ahora leen este texto. Solo asomarse y ver...
Lo que falta en el caso del inicio no son necesariamente años de diferencia entre el educador y el educando, sino vocación genuina. El verdadero maestro, el que tiene en la mirilla el objetivo de formar hombres y mujeres de bien, sabe que la grosería y la chapucería están desterrados de su arsenal, y que la corrección al que patina no pasa nunca por la burla pública, ni mucho menos por el intercambio de insultos para estar «en frecuencia».
Cuando todavía no sabía qué hacer para que acabara de salirme el maldito bigote, escuché más de una vez, en spots televisivos, aquel apotegma de Luz y Caballero que reza: «Instruir puede cualquiera; educar, solo quien sea un evangelio vivo». En aquel entonces, el término «evangelio» no me decía mucho, pero estaba seguro de que representaba algo bastante positivo, noble.
Lo que sí no me hubiera cabido jamás entre neurona y neurona es la idea de que un maestro capaz de una palabreja como las del inicio, se contara en el número de los «evangelios vivos». Así, años después, al graduarme del Pedagógico, traté de colmar la buena medida —mis alumnos de entonces, hoy médicos, periodistas, ingenieros, técnicos o sencillos obreros, juzgarán si lo alcancé—, y nunca, ¡nunca!, he podido tutear a mis antiguos profesores, a pesar de haberme convertido en colega suyo.
Por eso, siento la urgencia de preguntar qué buen fruto saldrá de ese par del principio. Y qué será de mí —¡ay, futuro anciano!— si un día llego a cualquiera de las múltiples entidades que suelen anunciar «servicios de excelencia», y un joven ejecutivo, masticando un chicle «de globito», me suelta: «¿qué rayos quieres aquí, viejo descara’o?».
Correré, incluso con bastones. Lo juro.