No me culpen si doy «más de lo mismo», como dice esa frase con la que el pueblo —habitualmente afilado, aunque esconda el filo— ridiculiza la insistencia en lo evidente o lo aburrido. La gente sufre como una alergia cuando lo machacón se convierte en sistema. Pero ciertos lectores me obligan. Más bien me tiran el anzuelo. Y como soy débil, muerdo. Y sigo hablando del tema del viernes pasado.
Hubo algunos que profundizaron. Y fueron más allá de lo sugerido por el periodista, que suele estar por debajo. Unos se refirieron a la improvisación; otros al triunfalismo. Ambas actitudes, juntas, producen un efecto de embriaguez, de ver y juzgar las cosas como «desde una nebulosa de optimismo», lo cual equivale a no tener los pies en el suelo.
Más o menos, en mi nota anterior me referí un tanto indirectamente a la improvisación y el triunfalismo. La falta de previsión —tema de ese viernes— se acompaña, entre otros sustitutos, por la «capacidad» de responder con urgencias a lo que necesita ser revisado, meditado, antes de fabricarle una respuesta con el título de medida, solución, plan, programa. El triunfalismo, por supuesto, confirma que lo improvisado es lo más justo y exacto y «ahora sí que se partió el blanco por el medio». Dicho así, sin matices, sin la salvaguarda de la sospecha en que ha de derivar la actitud crítica. Porque la crítica, si no es eso: una sospecha permanente, será solo artificio, aspaviento, referencia de un manual de cómo comportarnos en público. Si la queremos como vigía, radar, modo de curarnos en salud, ha de estar embanderada cada día, como mástil de escuela o de edificio público.
Pero como escribió una lectora, la crítica se nos convierte en «criterios de última hora, en filosofía de “bomberos”». Es decir, en recurso de apaga fuegos, método de curanderismo provisional: esconder los síntomas, sin tocar la causa de la enfermedad... Y después quedar contentos.
Claro, entre nosotros algunos han asumido la política como una retórica o un ritual. Y casi nos inquieta más lo que alguien dice que lo que alguien hace. No niego que la palabra resulta a veces un hecho por lo creativo, clarificador, movilizativo. Pero también, con frecuencia, se impone como un hecho por momentos irresponsable, como cuando promete lo que no se cumplirá o minimiza las asperezas o reduce las esperanzas y al pan no lo llama pan, sino de cualquier otra manera que enmascare la naturaleza del pan.
El perfeccionamiento de nuestra sociedad, revolucionaria y socialista, no se concretará sobre la improvisación y el triunfalismo, con sus aliados de la no-crítica y la palabrería. Son actitudes, mentalidades, comportamientos incapaces de asegurar una base racional, voluntariamente plausible. Todos, lo sé, no actuamos de ese modo tan falso, pero quizá solo los que practican la conducta de cerrar los ojos, se resisten a ver que improvisación y triunfalismo no son compañeros de viaje recomendables. Dispersan el humo por sobre nuestras realidades.
La improvisación como método nunca será una capacidad, un talento: más bien, cuando se convierte en hábito vicioso se manifiesta como incapacidad revolucionaria para transformar la vida. Porque improvisar, por momentos, más que ayudar, fantasea, daña, al no prever las consecuencias y contradicciones que amenazan cualquier decisión social. La realidad de los seres humanos, como la natural, engendra incluso desviaciones tan poderosas como los huracanes.
Y qué hemos de decir finalmente del triunfalismo. Que lo confunden con el optimismo. Pero este observa, valora, confía y actúa realistamente. Aquel, sin embargo, vive entre espejos: dando por cierto y bueno lo que es solo nube y fanfarria. ¿Adónde lleva? La semana pasada estuve seis días en un antiguo ingenio azucarero. Y durante ese lapso la «placita» no recibió ni siquiera un producto del agro: seis días en el aire. Ante este cuadro qué papel pintarían la improvisación y el triunfalismo. Quizá, por impolíticos fueran irrespetuosos... Y esa vía no va a ninguna parte.